El país al que sueña transformar el señor Presidente López Obrador, es uno donde las circunstancias han de estar “a modo” de su propia idea de justicia y progreso.

Es un mundo que marche a la velocidad a la que él necesita llevar al país, para poder impartir una justicia plena, empezando por la base de la pirámide social, sin que se le desborden las demandas del resto de los estratos.

Loable propósito; romántico e idealista; mas no funcional y menos posible. Desafortunadamente el mundo, la realidad en general, no es como necesitamos que sea… sino como es y punto.

Viajamos tripulando un vehículo que debemos incorporar al carril adecuado, que nos permita trasladarnos a la velocidad acorde a la que se mueven los demás países en sus respectivos móviles, para no quedarnos atrás en esa gran autopista que es la competencia universal por los recursos, por los mercados, por el progreso material y humano de la población de cada nación, al final de cuentas.

Nada hará cambiar esa realidad. China Popular misma, paradigma de la evolución socialista y más recientemente Vietnam, han entendido el lenguaje de la competitividad, del desarrollo tecnológico, de la necesaria calidad de la educación y de la importancia de la productividad laboral, como fórmulas para el crecimiento… y consecuentemente para ese “desarrollo” que pondera el titular del Ejecutivo y que no es más que la base numérica de los indicadores en las teorías económicas de la década de los setentas, teniendo como centro teórico al Estado Benefactor.

Teoría que sólo puede ser sustentada o aplicable en períodos de crisis extrema y universal, pero cuya duración sólo puede ser temporal: La riqueza que se reparte entre los muy pobres a través del gobierno, fue generada por algún otro estrato poblacional, llámese, de ricos o clasemedieros. Si no hay un modelo que garantice con justicia que esa riqueza trasladada a los pobres tenga retribución a su origen, llámense como se llamen, no puede construirse modelo económico alguno y ni siquiera una política económica de largo aliento; será una política ocasional y poco eficiente al final de cuentas.

Esa riqueza se construyó con base en un esfuerzo de parte del rico o el clasemediero, en condiciones normales y de justicia.

Que pretenda el presidente satanizar la riqueza por complejo ideológico y que trate de propiciar una forma de “ajusticiamiento económico”, por considerar a la riqueza siempre como un concepto inventado por los “ambiciosos y codiciosos” de la historia, esa es otra cosa.

Pero en términos generales y en condiciones normales, ni la riqueza debe satanizarse… y no hay desarrollo qué “decretar” o repartir, si no hay una riqueza generada por algún sector de la sociedad que no es precisamente el Gobierno.

Porque López Obrador no reparte riqueza creada por él ni por su Gobierno. Reparte recursos obtenidos de los impuestos de la gente, de los contribuyentes. Sin ese dinero, no hay desarrollo alguno. La riqueza hay que generarla.

El discurso en el que se educó López Obrador y sus correligionarios, fincado en la llamada justicia social, categoría agregada y desarrollada como discurso a partir del período de Lázaro Cárdenas, no resulta funcional desde hace por lo menos tres décadas en el mundo.

Millennials, Zetas y hasta muchos miembros de la generación “X”, no piensan como la generación del 68. Este país no es como aquel en el que se presentaron los lamentables hechos de la represión estudiantil. Puede ser peor incluso, por otros aspectos como la corrupción desmedida de la burocracia en los últimos años y la polarización provocada por la gran zanja entre ricos y pobres.

No obstante, México es un país –en esencia- diferente al de hace 50 años; es un país de jóvenes preparados, con inclinaciones a las carreras que implican desarrollo científico y tecnológico. Que detestan el “rollo” y las implicaciones ideológicas e historicistas de los políticos de ayer y de hoy.

Un país de gente que quiere vivir bien y ser competitiva en todos los órdenes con el resto del mundo. Que se sabe digno de mirar de frente y sin complejos a cualquier individuo de cualquier confín del planeta.

Recordar al López Obrador candidato en vídeos donde va arreando un par de bueyes en una carreta vacía o el que dibuja de manera más plástica, su predilección por un pasado romántico o nostálgico, ponderando las virtudes de un trapiche movido por una bestia, para extraer jugo de caña y en el que termina siguiendo al animal que da vueltas sobre la molienda, diciendo que “esto es lo que yo quiero para México”, debió habernos advertido desde entonces sobre sus limitadas o erráticas nociones de la realidad del mundo y la economía.

Cuando nos ha pedido que nos conformemos con un pantalón y un par de zapatos, ha sido francamente sincero en sus alocuciones.

O cuando nos ha insinuado que debemos conformarnos hasta por salud nutricional, a comer frijol, arroz y maíz, procurando volver a “nuestra dieta ancestral”, volvemos a ver al político setentero que sin pudor alguno, con diarrea verbal, se da golpes de pecho retóricos aludiendo a un hipócrita indigenismo, que no corresponde a la totalidad abrumadora de la población mexicana... ni a la realidad de él mismo.

Digo, los Echeverría de País Vasco y los López Portillo de Caparroso, le hablaban así al pueblo, redondeando un modelo económico que trataron de sostener pero que al final, se les cayó: el modelo de sustitución de importaciones: “Tratemos de consumir lo mexicano, lo autóctono, lo nuestro”, rezaba López Portillo cuando la industria nacional no fue capaz de producir cosas tan básicas como la pasta de dientes y el papel de baño, días después de la declaratoria de bancarrota de su secretario de Hacienda, Jesús Silva Herzog en Nueva York.

El López Obrador del 2020, nieto de José Obrador de Cantabria, al norte de España, de notorios rasgos európodos y cuya estirpe lleva menos de cien años en este país, nos pide ahora que consumamos “lo autóctono, lo nuestro”, lo que hemos consumido ancestralmente… cuando él no tiene nada de indígena. Es la pura pose política. Igual que los Echeverría y los López Portillo, exactamente.

Y nos amenaza ahora por medio de la fracción morenista en el Senado, con promulgar una reforma donde se incremente en más del 300% el impuesto a las bebidas gaseosas y carbonatadas (llámense refrescos, que forman parte de la dieta del mexicano pobre), que redundaría en más de 5 pesos por litro de incremento al precio directo del refresco; así como con una reforma al Código Fiscal de la Federación, para establecer un impuesto a la herencia.

Estaremos confinados los mexicanos, ahora sí a la de “a fuerzas”, a consumir agüitas frescas mexicanas como en tiempos de Luis Echeverría y a la prácticas de los “entierros” de dinero y valores, en alguna parte secreta del patio de la casa o la finca en el rancho, para confiarle su ubicación al hijo o a la mujer, sólo estando agonizante, como en tiempos de Antonio López de Santa Anna.

No cabe duda. En aquel domingo 1 de julio de 2018, acudimos los mexicanos a cobrar un pagaré suscrito por el candidato López Obrador a lo largo de su prolongada campaña a la Presidencia. El pagaré incluía en su monto, todas las promesas de redención social, bienestar y armonía hechas por los grandes constructores de nuestra gran nación. Ese pagaré era una promesa de que a todos los mexicanos –sin excepción-, blancos, indígenas, asiáticos o afrodescendientes; fifís, clasemedieros, pobres, neoliberalistas y progresistas, etcétera; nos asistía el sagrado derecho de cobrar –ahora sí-, como nuestro derecho a la felicidad, al bienestar, al acceso a la justicia y a la seguridad pública.

A dos años, por los magros resultados de su Segundo Informe, empezamos a sospechar que aquel pagaré, López Obrador nos los quiere pagar con un cheque sin fondos.