2016 fue año bisiesto lo mismo que 2020. Entonces, escribí un texto sobre la celebración del día de la bandera, “Háganme un toque de bandera operístico” (SDPnoticias; 29-02-16) en que ponderaba el Toque de Bandera sobre el Himno Nacional, “mientras el himno nacional incita a la violencia y la muerte, el toque de bandera lo hace al amor y a la vida”. Argumentaba que mientras se creaba un nuevo himno para sustituir al presente, bien podría utilizarse como tal el Toque de Bandera, pues la letra escrita por la profesora Xóchitl Angélica Palomino Contreras y la música de Juan Pablo Manzanares, suenan más entrañables al oído y apelan con mayor familiaridad al sentimiento nacional (el deber de invocación de un himno) que la obra de Francisco González Bocanegra y Jaime Nunó.
Básicamente sigo pensando lo mismo, pero a diferencia de hace cuatro años en que el gobierno y los actos oficiales carecían de legitimidad y respaldo social -y por tanto el Himno Nacional sonaba de una manera hosca, cuando menos hueca-, he percibido que a raíz del triunfo democrático del primero de julio de 2018 y hasta ahora, el canto, la interpretación y la mera audición del Himno ha tomado nuevos bríos de convicción y orgullo. Se puede apreciar en las ceremonias oficiales del presidente cuando todos lo entonan; incluso López Obrador, que fue acusado alguna vez de no cantarlo por quién sabe qué intimas convicciones o restricciones.
Así me pareció igualmente durante la reciente celebración del “Día de la Bandera” (donde por cierto la Banda de Música del Ejército y el Coro de la Sedena cantaron un desangelado “Canto a la bandera” que desconocía). No obstante, el evento reiteró dos cuestiones que me parecen absurdas. La primera, esa de que cada orador repita, a manera de saludo, la lista de los principales invitados del presídium y sus cargos después de nombrar al presidente. ¡Pero si ya lo hace el locutor oficial!; sin duda, un afán muy fastidioso y de mal gusto de los políticos. Cuando toma la palabra el tercer o cuarto orador ya el público está que quiere irse y no escuchar más; en esta ocasión hubo hasta niños desmayados por el febril sol del invierno de la altiplanicie (¡al menos no se aventaron el nombre de los alrededor de 25 en el presídium de Campo Marte!). El 24 de febrero participaron en este sentido Mónica Fernández, la presidenta del Senado, que dio una suerte de informe burocrático, formal; Laura Angélica Rojas, presidenta de la Cámara de Diputados, que pareció más bien aprovechar el evento para echarse un discurso “Fakeminista”; y Arturo Saldívar, presidente de la Suprema Corte de Justicia (tenía razón Cosío Villegas, en México todos quieren ser presidente de algo), que ofreció un breve y razonable discurso sobre el valor simbólico de la bandera y su significado para, pese a las diferencias, encontrar las coordenadas de unidad de la nación en un proceso en que la justicia tiene que llegar a ser parte fundamental de la vida cotidiana de los mexicanos. Afortunadamente, López Obrador no habló, sólo abanderó. Ya bastante usa la palabra todos los días desde la Conferencia de Prensa Matutina hasta los múltiples eventos y las giras de fin de semana; no descansa, cosa que le ha de reventar los oídos, el hígado y las entrañas a sus contrincantes (pero así nos fastidiamos los críticos de Peña, Calderón, Fox, Zedillo, Salinas, etcétera; creo que el único tolerado debido a su histrionismo fue López Portillo). El otro día Federico Arreola calculaba el número de palabras que el presidente, en su labor pedagógica de convencimiento social, profiere diariamente; no pocas, “Andrés Manuel pronuncia fácilmente más de 20 mil palabras en 17 horas de vigilia” (“¿Cuántas palabras pronuncia AMLO por mañanera? ¿Deberá hablar todavía más por la rifa del avión?”; SDPnoticias, 09-02-20).
Pero no es de este somnífero protocolo de reiteración retórica del que quiero hablar. Me interesa hacerlo del segundo absurdo al que hacía referencia. Y en realidad el asunto va dirigido al secretario de la Defensa Nacional y acaso al presidente López Obrador. ¿Habría la posibilidad de no encimar, de no superponer la interpretación del Toque de Bandera con la del Himno Nacional? Cuando la trompeta hace la introducción todo va bien, pero con la entrada de los tambores también comienza la ejecución del Himno. Es un choque involuntario que se convierte en ruido donde el Toque es apachurrado por el Himno.
Hay cosas más graves de qué ocuparse en la república, sin duda, pero ¿por qué no intentar un cambio también en este ámbito? Señores, el Toque tendría necesariamente que callar o concluirse para dar inicio al Himno en el momento en que se ofrece, según la oradora oficial, la “ceremonia con los honores plenos al presidente de los Estados Unidos Mexicanos y comandante supremo de las fuerzas armadas”. Así apreciaríamos ambas piezas. De otra manera, todo aquello se convierte en ruido a modo de choque de marcha endemoniada de metales, percusiones, voces y cañonazos que ni Beethoven soñó o elucubró para La victoria de Wellington (1813), Tchaikovsky para su Obertura 1812 (1880), o Wagner para alguna de sus ametaladas obras – ¿acaso lo imaginó Charles Ives?; (La batalla de los hunos -1857- es una hermosa sutileza de Franz Liszt).