Es mejor que el PIB suba, a que baje. Sin duda. Dicho lo anterior, el debate sobre la pertinencia de una nuevo modelo económico para México y el mundo, y de la metodología con la que se mide el desarrollo, está siendo caricaturizado. Pareciera que de un lado están los “realistas”, conscientes de que la despensa se paga con dinero y no con sonrisas, y del otro se encuentran los hippies económicos, con una visión adolescente (en el peor de los sentidos) del funcionamiento del mundo. Partiendo de ahí, es sencillo estigmatizar a los críticos de la estructura económica global como ignorantes o charlatanes que nunca han tenido que pagar una renta, y equiparar la responsabilidad de jefe de familia con una resignación ideológica de que a la realidad no se le cuestiona; se le obedece.
Las causas de lo anterior son, en primer lugar, la desmemoria histórica, y en segundo, la inevitable politización del discurso económico. Me explico. Las últimas semanas ha habido un debate sobre la utilidad del Producto Interno Bruto para medir el desempeño económico de un país. Y se ha encuadrado en los absurdos que expuse arriba. No debería de ser materia de burlas, si partimos de que el inventor del indicador PIB, Simon Kuznets, advirtió desde el inicio que su indicador ni servía para medir el bienestar concreto de una sociedad, ni había sido diseñado con esa intención. De poco sirvió su advertencia, porque los gobiernos y economistas le siguen dando alcances absolutos e incuestionables. Si el PIB sube, vas bien, y si baja, vas mal. El olvido o la simple ignorancia sobre el origen de los indicadores, hace que se vuelvan parte de la sabiduría convencional, y esto tiene efectos importantes en las políticas públicas y en la política comercial hacia el exterior de los países. No dice nada acerca de la distribución de la riqueza, ni de las posibilidades que tiene la mayoría de la sociedad para que ese incremento de riqueza se traduzca en mejores salarios, por ejemplo. Si el PIB aumenta a la par que el salario pierde poder adquisitivo, la acumulación es producto de la explotación de los trabajadores, y eso no es para presumirse.
Ligado a lo anterior está el hecho de que los programas económicos forman parte, siempre, del proceso político. De hecho, el establecimiento de instituciones económicas es una consecuencia de la decisión política por antonomasia (contrario a lo que creía Marx) y las mismas políticas económicas han tenido resultados distintos dependiendo del contexto de libertades políticas que se tengan en un país. Daron Acemoglu y James Robinson han escrito el texto definitivo sobre el tema, intitulado “Por qué Fracasan los Países”. Así que el crecimiento económico, para que genere progreso social y no sólo acumulación de riqueza, requiere de instituciones inclusivas, y no extractivas, para decirlo en palabras de los autores citados. Si la mayoría de la sociedad puede hacer uso de las oportunidades vitales, el resultado será totalmente distinto a largo plazo, de aquel escenario en donde sólo una minoría pueda aprovechar al subconjunto social para aumentar sus ganancias. Todo ello, insisto, teniendo las mismas normas y políticas acerca del libre mercado. ¿Es entonces el PIB el único indicador que debe tomarse en cuenta para evaluar el desarrollo? No. Y los ingenuos son quienes lo afirman.
Contrario a lo que quisieran los economistas, la suya es una ciencia social, no exacta, y parte de supuestos muy concretos que pueden o no aceptarse, tanto para instrumentar un modelo específico como para evaluar su éxito o fracaso. En una frase, para aceptar una doctrina económica se tiene que compartir su visión sobre cosas muy básicas, como la naturaleza humana, el comportamiento del mercado, la misión del Estado y la relación entre igualdad y libertad en una sociedad. No exagero. Cualquier diferencia radical en alguno de estos aspectos, hace que toda una teoría económica parezca congruente o ridícula. Y este no es un defecto de la economía. Simplemente, como cualquier ciencia social, las bases sobre las que se construye son convencionales, y sus resultados son aproximativos, cuestionables y sujetos siempre a posterior revisión. A veces esto se olvida, y se confunde el uso de herramientas matemáticas con la certidumbre absoluta de sus resultados o, peor aún, de sus hipótesis teóricas, que siempre están más cerca de la filosofía que de la matemática.
En este marco, lo que hubo las últimas décadas fue una interpretación abusiva y simplificada de la historia. Cuando la economía mixta en el marco de los Estados democráticos triunfó sobre el socialismo autoritario, en 1989, de manera inexplicable se comenzó a contar otra historia. Se dijo que era el libre mercado (no el Estado democrático con Estado de bienestar) lo que había demostrado su superioridad, no sobre las autocracias comunistas, sino sobre cualquier rectoría estatal en el desarrollo económico de los países. Desde ese momento, los grandes capitales determinaban a sus reguladores y los parámetros dentro de los cuales pueden ser regulados; establecieron instituciones privadas con el monopolio de la calificación del desempeño presente (¡Y futuro!) de todos los países del mundo, y limitaron al Estado a un rol de ser la caja chica o el fondo de emergencia de los mercados cuando su propia ambición y ceguera provocaba destrucciones globales periódicas, como en 1995, 1997 y 2008.
La realidad es compleja. Para poder cambiarla primero hay que entenderla, y eso no es fácil. Requiere de un marco de referencia muy amplio, un conocimiento profundo del contexto histórico y comparado de la unidad que estamos estudiando (sea una empresa, un estado o un país), y la conciencia de que la visión sobre el comportamiento económico real es siempre una decisión, no una iluminación. Aún así, siempre nos quedaremos cortos, porque el ser humano, actuando en lo individual y colectivo, es impredecible. Pero es mejor que andar por la vida gritando un porcentaje para defender nuestros prejuicios, sin saber qué significa.