Ciertamente el hombre es un ser único e irrepetible.
No obstante, cada individuo nace para un destino propio y personalísimo; aún cuando el fin constante de nuestra presencia en la Tierra sea la misma: el trabajo fecundo y creador; la transformación de la materia y el espíritu.
El hombre no es un ser aislado; no podría practicar un individualismo funcional. Es un ser social; necesita desde su nacimiento hasta su muerte, del concurso de los demás.
La raza humana –antes considerada especie-, no habría podido llegar a estos niveles de evolución, sin el desarrollo de la vida en sociedad. Esta es uno de los primeros rasgos inteligentes del homo erectus, gracias a la comunicación.
Sin el más primigenio orden o estructura social, durante el comunismo primitivo, por ejemplo, no habríamos podido sobrevivir al ataque de los depredadores, de las contingencias climáticas o de las calamidades naturales del planeta, si no nos hubiésemos puesto de acuerdo desde entonces con las primeras formas de división parcial del trabajo, establecida por los primeros convencionalismos grupales o sociales, que fueron formas embrionarias de las leyes de nuestro tiempo. Así, mientras unos iban a cazar, otros sembraban y otros más velaban en las cuevas que no se acercaran las fieras cuando las criaturas dormían.
Con aquellas normas y sanciones más básicas, el hombre se volvió eficiente y eficaz en su responsabilidad de velar por la integridad de sus congéneres; en su obligación y afán de generar seguridad como riqueza material para sí y los suyos.
Resulta inadmisible que, un Presidente de un país como México, que debiera estar entre las primeras diez economías del mundo como alguna vez lo estuvo, por sus dimensiones y su significación en el concierto universal, posea una filosofía tan impropia y disfuncional como lo es el “Entornismo”, que no está a la altura de las necesidades que debe tener un individuo que carga con la responsabilidad de dirigir a un país como el nuestro, en un momento coyuntural como el que se vive, de reajuste de liderazgos y competencia por la supremacía comercial y política en el mundo.
El entornismo del presidente Andrés Manuel López Obrador, ha quedado al descubierto una vez más, por ese reproche que hace de lo que llama “el entramado normativo que no deja hacer nada….” o reproche que se hace a sí mismo en voz alta, al saberse incapaz de descifrar la estrategia jurídica adecuada para hacer que las leyes, creadas por el hombre finalmente… estén al servicio del mismo hombre.
En eso estriba la importancia de la capacidad intelectual y la preparación profesional de un individuo, que escogió el camino de la administración pública para servir a su país con eficiencia; de un provinciano que dejó su apacible tierra en su tierna juventud y se inscribió en la universidad pública más importante de su país, la UNAM.
Por enésima ocasión, este jueves, durante su soliloquio matutino, mientras justificaba la renuncia del doctor en derecho Jaime Cárdenas a la titularidad del Instituto para Robarle al Pueblo lo Devuelto –o como se llame ese engendro burocrático-, amenazó con buscar la justicia, sin recorrer el sendero de la ley. Y al decir esto, se aglutinan muchas aberraciones y excesos en los que puede incurrir todo gobernante, susceptible de ser tentado por la ignorancia y de sucumbir a los engañosos encantos de una gloria efímera y de una vanidad proclamada en coro por la masa ignorante y moldeable.
AMLO no gusta de los procedimientos jurídicos, no cree en la ciencia, no privilegia la tecnología, no pondera la modernidad. Es un entornista.
El entornismo o “Nueva Frontera”, es una nueva escuela de pensamiento filosófico “que parte de la necesidad de liberarse de esos males atávicos que hacen al individuo y a la sociedad, dependientes compulsivos de totalitarismos de jerarquías y élites religiosas ‘nada transparentes’; de utilitarismos desenfrenados y perniciosos que convierten al ser humano en un adicto al hedonismo rampante; de desenfrenados poderes faraónicos dentro de las sociedades modernas que más que un nivel de prosperidad y riqueza alcanzada en una ‘enfermedad compulsiva de poder’, según la definición de un residente español, exponente de esta escuela filosófica tan novedosa como cuestionable.
La filosofía del entorno entonces, ofrece al individuo, a la sociedad, a la civilización, herramientas para salirse de esa dependencia que ‘somete y denigra’, que “aprisiona y perpetúa a uno en la condición de siervo social”.
Está íntimamente vinculada a las nuevas expresiones del cristianismo evangélico, no católico.
“Sacar de la propia parcela lo más sagrado, lo más valioso, lo más trascendente. No buscar afuera ‘escuelas’, ‘modelos’ o ‘arquetipos’ que no puedan sacarse de las entrañas de nuestro propio entorno”, es la esencia de esta corriente.
Sigue el jovencito Andrés Manuel pues, como en aquel 1974, infectado de ‘maoísmo’, sembrando vegetales en los boulevares de Villahermosa, junto con la cuadrilla del Gobierno de Tabasco; aún no hace ni el servicio social, menos se titula. El tiempo transcurre; la vida es efímera. Se corre el riesgo siempre de que esta se agote y nos impida cumplir objetivos, planes y sueños.
El tiempo es el peor de los tiranos;… la verdad… ¡Cuánto desperdicio de tiempo y esfuerzo!
México, un país de jóvenes preparándose, no merece ese destino.