En el artículo “Marychuy y la exclusión política“ publicado en La Jornada, Luis Hernández Navarro describe el “régimen partidocrático, elitista y excluyente“ que fue expuesto en la campaña de Marichuy:
“Los promotores del voto útil pueden estar tranquilos. María de Jesús Patricio no ‘quitará‘ sufragios a nadie en la carrera presidencial (…) no será candidata“.
Sin Marichuy –la única contendiente que representó un cambio verdadero–, la boleta electoral de la elección presidencial de 2018, tiene el sello del sistema: La marca PRI prevalece en todos los candidatos oficiales.
Este hecho sólo puede ser debatido por el mismo tipo de ciudadano que permitió –por apatía o ignorancia– que la voz de las minorías representadas en la candidatura de esta mujer indígena fuera descartada, pues al promover “el voto útil“ –la otra cara del voto de castigo– es incapaz de comprender que “El PRI“ no es sólo un partido político, sino una forma de hacer y entender la política en México.
Así, tenemos panistas, perredistas y morenos –entre otros–, que son más priistas que los propios militantes de este partido y en ese orden de ideas, sí vale afirmar que no todos los políticos son iguales.
Y es que “Ser priísta“ implica pensar en los votos, el poder y la Presidencia antes que en la congruencia, la memoria y el respeto al ciudadano que es capaz de comprender lo que está en juego en cada elección en términos reales, ponderando cada paso de los candidatos a través de sus propuestas en lugar de aplaudir el oportunismo político y hacer omisiones que no perdonaría a sus rivales y entonces, cualquier parecido a un partido de fútbol no es mera coincidencia.
Es priísta Ricardo Anaya, cuya meteórica carrera al interior del PAN ha crecido a la sombra de las peores prácticas políticas y empresariales: camaleónico, simulador y dotado de un gran carisma, no es extraño que una parte del electorado lo considere la única opción paralela a la candidatura de Andrés Manuel López Obrador.
Es priísta José Antonio Meade, que paradójicamente ha negado la militancia como si se pudiera negar una parte del ADN, como si el “gen priísta“ que tiene que ver con la aplicación de la justicia en los prados del vecino, no así en los propios pudiera ser escondido con el simple hecho de ser negado.
Sin embargo, en el contexto de esta reflexión, el ciudadano bien formado e informado, debe ser capaz de reconocer que en este momento de coyuntura histórica, el PRI que no es PRI es el que asumió los costos políticos de las Reformas que en su momento Ricardo Anaya avaló, Andrés Manuel López Obrador reprobó, pero hoy todos ellos reconocen que apoyarán –en mayor o menor grado– de llegar a la Presidencia de la República.
Es priísta Andrés Manuel López Obrador, quien ha sumado algunos de los peores actores políticos de la historia de México –Elba y Napo, por ejemplo– con base en la estrategia priísta por autonomasia, que implica considerar a los agremiados de tal o cual sindicato como ganado electoral antes que como profesionales que padecen a “los líderes“ que sólo buscan perpetuarse en el poder para seguir haciendo de las suyas.
En mi opinión, los años de campaña de AMLO han terminado por revelar el sello priísta en dichos y hechos: la búsqueda del voto se supedita a la falta de propuestas reales, concretas, que puedan transformar para bien la realidad de los 53 millones de pobres y excluidos en este país.
La paradoja de esta elección es que el candidato puntero –y posible ganador– es el más priísta de todos los priístas que alguna vez han contendido en una elección presidencial. En ese orden de ideas, con cualquier opción política, el PRI ganará la elección, sin duda.
Los ciudadanos que son incapaces de reconocer el escenario anterior, son los mismos que permanecen indiferentes ante la exclusión de Marichuy de la boleta electoral. Ella, la única opción inmune al gen priísta. Así las cosas.
¿Usted qué opina, estimado lector?