La corrupción y la impunidad influyeron en el ánimo ciudadano para echar al PRI de Los Pinos por segunda ocasión, quizá esta vez definitivamente. Los escándalos hicieron añicos muy temprano la credibilidad del presidente Peña Nieto y de su esposa Angélica Rivera. Todo empezó con la Casa Blanca, adquirida a Grupo Higa, una de las constructoras preferidas del gobierno peñista. Luego vinieron Odebrecht, La Estafa Maestra, el socavón... y para mayor inri, la residencia de 6.4 millones de dólares de Carlos Romero Deschamps, secretario general del sindicato de Pemex, en Acapulco, descubierta poco antes de las elecciones. La clase política ignoró la realidad y la ciudadanía se cobró en las urnas.
México retrocedió 29 lugares (del 106 al 135) y cinco puntos (de 34 a 29) en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, entre el primero y el quinto año de la actual administración. El candidato del PRI, José Antonio Meade, prefirió mirar para otro lado. Su declaración, en el segundo debate presidencial, de que por primera vez el PRI había escogido “a un ciudadano honesto, preparado y con experiencia”, no convenció a nadie. ¿Cómo, si entre sus operadores estelares figuraba el exgobernador Rubén Moreira (nuevo secretario general del PRI) quien encubrió la deuda por más de 36 mil millones de pesos adquirida irregularmente en el gobierno de su hermano Humberto y en los últimos años de su mandato se desviaron más de 410 millones de pesos a empresas fantasma, según documentó la Auditoría Superior del Estado?
Las credenciales de Meade no evitaron el desfondamiento del PRI. Su candidatura, impuesta por Peña como escudo frente a eventuales investigaciones, dividió al priismo y fortaleció a Andrés Manuel López Obrador y a su Movimiento Regeneración Nacional (Morena). La derrota era ineluctable. El presidente Peña manejó la sucesión cual principiante: su arrogancia, impopularidad y descrédito internacional arrastraron a Meade, al PRI y al Grupo Atlacomulco, con quien ha gobernado estos seis años.
El fracaso de Luis Videgaray en Hacienda —agravado por la invitación a Donald Trump a nuestro país, en agosto de 2016, cuando aún era candidato— y su pésimo desempeño en Relaciones Exteriores, sobre todo frente a la crisis de los niños emigrantes; y la incapacidad de Miguel Osorio para afrontar a la delincuencia organizada y contener la violencia, como secretario de Gobernación, dejaron al presidente sin candidatos. El suicidio electoral se produjo por tres vías: a) la corrupción gubernamental rampante; b) el nombramiento de un burócrata (Enrique Ochoa) como líder del PRI, y c) la postulación de un tecnócrata ajeno a ese partido (Meade).
La designación del también tecnócrata Aurelio Nuño —frustrado aspirante presidencial—, como coordinador de la campaña de Meade, contribuyó a la derrota. El abanderado de la coalición Todos por México (PRI, PVEM, Panal) negó ser corrupto, y acaso no lo es, pero no tuvo empacho en exhibirse con algunos de los personajes más aviesos del sistema, entre ellos Manlio Fabio Beltrones y Carlos Romero Deschamps. Meade estuvo alejado de la sociedad civil; prefirió echarse en brazos del PRI y de sus caciques. En Coahuila elogió a los Moreira, responsables de la ruina del estado y de su derrota. Si la corrupción y los fraudes electorales, en vez de castigarse, se premiaron, el único camino para cobrar agravios era el de las urnas.