A medida que las cosas se le tuercen parece aumentar su palidez lunar en torno al carmín y el enojo en su mirada gris. Tan lejos de lo que ella es. Se le han ido las cosas de la mano a Theresa May, y si las encuestas no mienten, no le saldrán las cuentas. El viento del brexit ya ha amainado y la jugada electoral con que pretendía afianzar su poder tanto en su partido como en Westminster, no dará el resultado previsto.  El día 8 lo dirán las urnas. Pero al parecer, lo que se vaticinaba como la mayor debacle del socialismo británico desde 1935 no tendrá lugar. El difunto Jeremy Corbyn, líder de los laboristas, ha resucitado y le va a la zaga a la señora May en intención de voto.  No han gustado las descalificaciones personales de su oponente a las que recurrió la Primera Ministra, ni tampoco su ausencia del debate televisivo entre los candidatos.  Ni siquiera haber renunciado en los últimos días a sumarse a los líderes europeos con un claro rechazo a la retirada de Trump de los acuerdos de París sobre el cambio climático. Todo por no parecerse a ellos. Y menos aún parece gustar al votante el curso errático que, durante las últimas semanas, viene adoptando su discurso político, sobre todo en materia de prestaciones sociales.

Es lo que tiene la aventura: a ratos da sorpresas.  May, que públicamente había reconocido que su mandato, recibido por designación directa del dimisionario Cameron, concluía en 2020, con el encargo de gestionar el Brexit, cambió súbitamente de opinión, y aprovechando el viento favorable, convocó elecciones con tres años de anticipación, sorprendiendo a su propio gabinete. Maniobra electoral que en la prensa de aquellos días mereció el calificativo de “perfidia” , “estafa”, o “increíble desfachatez”.

Tras apropiarse del brexit, que ella no había apoyado antes del referéndum, y convertirlo ahora en su mascarón de proa en la exaltación de las virtudes patrias, gozó de un período de bonanza con la promesa de convertirlo en un éxito.  Sus garantes serían la tenacidad y el dinamismo de la sociedad británica. La firmeza y decisión mostradas en las primeras conversaciones con los líderes comunitarios le valieron las simpatías de un amplio espectro de la población. Por desgracia, su postura tenía un cierto tizne populista que recordaba a las tesis de la ultraderechista francesa Le Pen, según las cuales el cierre de fronteras y el afianzamiento de la soberanía nacional serían los pilares de la venidera bonanza económica.  Con ello, y con la penalización del extranjero, May pretendía atraerse a los votantes nacionalistas del Ukip, mientras que a la vez, con un discurso vagamente social, hacía lo propio para seducir a las clases trabajadoras afectas al laborismo. Las encuestas iban bien, Gran Bretaña negociaría con dureza en defensa de sus intereses, y May vio llegada la ocasión de afianzarse en las urnas despedazando a sus opositores.

Y todo fue bien hasta que sucedió lo nunca visto y lo que May no esperaba: de repente Europa hablaba con una sola voz, y esa voz le decía a la Premier británica que vivía en otra galaxia si pensaba que podría disfrutar de los beneficios del mercado interior europeo sin formar parte del club. Ella repuso, parafraseando a su correligionario Ken Clarke, que le demostraría a los europeos hasta qué punto puede ser ella una “bloody difficult woman” (mujer tremendamente difícil).  Pero su inicial firmeza se fue ablandando a medida que la sociedad británica tomaba conciencia de lo que se les venía encima, es decir que su fortaleza no es la pretendida, y empezó a abrir espacio a las matizaciones. Ante lo impredecible de la aventura, May no pudo mantener su discurso, de modo que el rotativo “Economist” le puso el apodo de “Theresa Maybe”, acusándola de ser poco clara en sus postulados y muy retórica. 

Ahí siguen las cosas y la tarea se presenta ingente e ingrata: negociar no solo los términos del divorcio con Europa, sino también en solitario con todos los países con los que el Reino Unido mantiene relaciones comerciales como miembro del consorcio europeo, defendiendo en esas negociaciones los intereses de una población de 65 millones contra el peso de los 440 que representa la Unión Europea sin el Reino Unido. Mal asunto. Mejor una ruptura sin acuerdo que un mal acuerdo, dice May, sin explicar lo que ese extremo puede implicar. Ni ella lo sabe.

La valentía es una gran virtud política y May es valiente. El problema es que su causa carece del resplandor de las causas justas y tiene frágil sostén en una sociedad fraccionada. Más bien recurre a la nostalgia de glorias que ya dejaron de ser. Gran Bretaña sigue siendo una nación potente y tiene sólidos lazos ultramarinos en la Common Wealth (Organización de 52 países que comparte lazos históricos con el Reino Unido) y en su “relación especial” con los Estados Unidos, pero aún así, en un escenario global dividido en grandes bloques, difícilmente podrá dar satisfacción a sus intereses sin perder competitividad. Londres es y seguirá siendo un gran centro financiero, pero ¿y el resto?

Por otra parte, la realidad social que pone de manifiesto la situación política es muy reveladora. Entre otras cosas, el Brexit fue un voto de las clases pasivas, mayoritariamente en la provincia y en el medio rural, es decir donde la sociedad tiene menor dinamismo, contra los jóvenes urbanitas, cosmopolitas y con mejor formación, que mayoritariamente se mostraron partidarios de la permanencia en Europa. Del mismo modo, frente a la próxima cita electoral, May parece haber perdido la confianza de las nuevas generaciones. En torno al 57% de los votantes entre los 18 y 35 años se decanta por viejo cascarrabias Corbyn, frente al 30% que prefiere a la conservadora May, quien solo convence a los mayores de 55 años con un 67% de apoyo. ¿Una hipoteca para el futuro? Además de los frentes abiertos en el Ulster y en Escocia, partidarios de la permanencia en la Unión Europea.

No le será fácil capear el temporal, pero Theresa May, como buena inglesa, es dura de pelar. Ahora acaba de anunciar una política antiterrorista más dura tras el atentado de Londres. Si lo logra, y sale bien parada del desafío de la historia, quizá el mayor para su país desde el fin del imperio, pasará a la posteridad para sumarse al historial británico de mujeres valientes y transgresoras. Esta singular dama, hija de un presbítero anglicano y egresada en Oxford, que en sus años como ministra de interior siempre se mantuvo en un segundo discreto plano y nunca formó parte de ningún círculo de poder, es una declarada feminista y no ha perdido ocasión de acreditarlo con el pragmatismo que le es propio. Por lo demás, manifiesta es su afición a la moda en la que cultiva un estilo clásico matizado por cuidadas disonancias y el gusto inglés por los detalles de extravagancia: desde hace una década los fotógrafos se dedican intensamente a fotografiar sus zapatos, que siempre son acontecimiento. En alguna ocasión declaró que lo que se llevaría a una isla desierta sería un ejemplar de Vogue, revista de la que es suscriptora de por vida.  Si la suerte no la acompaña, por allá cerca le quedan las islas Hébridas, solas, frías y bellas, donde retirarse con su Vogue.