Aquí estoy de nuevo con exámenes médicos. Ahora voy por una resonancia magnética. Me siento como deportista olímpico cumpliendo metas hospitalarias. Elijo el Hospital San Vicente por bueno, por (nada) bonito y por muy barato. Me cobraron tres mil pesos. Una ganga. Tengo seguro médico pero en otro hospital más lujoso, con tal de aprovechar mi póliza, ya me hubieran tasajeado como cabrito al pastor.

Mientras espero mi turno, termino de leer la novela Jean Eyre, de Charlotte Brontë. No es por presumir pero yo ya me eché a todas las hermanitas Brontë. De Emily leí “Cumbres Borrascosas”, de Anne leí “Agnes Grey” (si me dicen que es la de las sombras, les retiro el saludo). Y así. Incluso viajé hace unos años a Haworth, en Yorkshire, para visitar la casa de las hermanas más imaginativas de la campiña inglesa.

En la sala de espera me topé con una viejita de Doctor Arroyo que viene, igual que yo, al examen de resonancia magnética. Trae la pobre su pierna izquierda inflamada como un globo. Pagó mil pesos de taxi más cinco mil pesos del estudio. Eso de atenderse dolencias no es negocio para nadie, únicamente para los médicos.

Entro por fin a la dichosa resonancia. Me piden desnudarme (para esas cosas soy muy penoso sobre todo si me lo piden con tanta frialdad), me ordenan ponerme una batita (yo no sé para qué si se me ve todo), y me acuestan en una tabla de plástico. Entro a la cápsula espacial. Serenidad y paciencia mi querido Solín. Dado que en mi otra vida fui monje hindú, mi mayor preocupación es meditar tanto que llegue a flotar y me dé un tope borrego con el techo de la cápsula. Así que trato de controlar mis talentos para levitar.

¡Qué desesperante es esto de la resonancia magnética! Me siento como Jean Eyre, cuando de niña la obligaban a pararse inmóvil en un banquito. Y quisiera ser Catherine Linton, de “Cumbres Borrascosas”, sobre todo cuando Heathcliff la exhuma para levantarla del ataúd y ponerse a bailar con ella. Les juro que ese pasaje no existe en la novela de Emily Brontë pero muchos lectores aseguran haberlo leído. Allá ellos.

Al cabo de una hora, me sacan de la cápsula como si abrieran un regalo. Obviamente, el regalo todo amolado y chaqueteado, soy yo. “¿Qué tal le fue?” me pregunta un enfermero, “¿verdad que estar adentro es la muerte?”. Yo le respondo que no, que la incomodidad y las molestias son la vida, no la muerte, porque en el Más Allá uno ya no siente nada. Vengan pues más molestias, latas y dolores, señal inequívoca de que todavía estamos vivitos y colando.

Al salir de la resonancia, me topo de nuevo a la señora de Doctor Arroyo. “Oiga, señor, ¿podré ponerme a tejer mientras me enchufan esos rayos mágicos?”. Yo le digo que sí, total, no voy a contradecir a una viejita tan linda. Que mejor los enfermeros le nieguen en su momento el relajante arte de tejer. Yo no tengo corazón para eso.