Leo la más reciente novela de Mario Vargas Llosa: Tiempos recios. La trama gira en torno al golpe militar de la CIA en contra del gobierno de Jacobo Àrbenz, en 1954. Estamos en plena Guerra Fría y la novela desenmascara las fake news de aquella época, no por parte de la URSS sino de EUA, y en concreto, del gobierno de Eisenhower para poner a un dictador pelele al servicio de los intereses norteamericanos: el insignificante Carlos Castillo Armas.
Leo la novela de Vargas Llosa sentado en el sillón de mi casa, a la luz de una lámpara. Primeros capítulos desangelados, errores de redacción, trama un tanto forzada. Tedio. Estoy a punto de arrojar el libro al piso y ponerme a explorar el Facebook o revisar las últimas noticias en Twitter.
Y de pronto, inesperadamente, tras perder todo rastro de esperanza, a partir del capítulo X irrumpe el Vargas Llosa legendario, con su técnica más depurada (marca de la casa), su narrativa poderosísima, sus puntos de vista en tercera persona que el peruano no inventó pero sí perfeccionó, colándose hasta las entrañas de sus personajes, su arte tan rabiosamente eficaz.
Me levanto del sillón en automático, me froto los ojos sorprendido (yo que suelo ser tan escéptico de la literatura actual), y caigo a merced del maestro indiscutible de la novela latinoamericana, el único vivo de aquella constelación de genios: Carpentier, García Márquez, Onetti... otra vez Onetti y pocos más.
A sus ochenta y tres años, al cabo de dos novelas anteriores fallidas, un tanto distraído por el amor fluctuante de Isabel Preysler, pero con los reflejos en forma como en los buenos tiempos, el maestro está de regreso.