El que se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras, llega a no saber lo que hay de verdad en él ni en torno de él, o sea que pierde el respeto a sí mismo y a los demás.<br>​El que se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras, llega a no saber lo que hay de verdad en él ni en torno de él, o sea que pierde el respeto a sí mismo y a los demás.<br>​Al no respetar a nadie, deja de querer, y para distraer el tedio que produce la falta de cariño y ocuparse en algo, se entrega a las pasiones y a los placeres más bajos. Llega a la bestialidad en sus vicios.<br>​Y todo ello procede de mentirse continuamente a sí mismo y a los demás. El que se miente a sí mismo, puede ser víctima de sus propias ofensas. A veces se experimenta un placer en auto ofenderse, ¿verdad? Un hombre sabe que nadie le ha ofendido, sino que la ofensa es obra de su imaginación, que se ha aferrado a una palabra sin importancia y ha hecho una montaña de un montículo; sabe que es él mismo el que se ofende y que experimenta en ello una gran satisfacción, y por esta causa llega al verdadero odio.

Fedor Dostoiewski, Los hermanos Karamazov, extracto.

 

 

¿Hasta dónde podemos llegar, con tal de crear montañas de simples montículos? Nuestras ideas no son responsabilidad de la realidad ni de un acto creativo, nuestras ideas expresan la galería de fragmentos que se nos han dado, en voz y ejemplo, por nuestra cultura y nuestro entorno cercano. Las ideas que nos han conformado se encaminan en patrones que reproducimos y que se nos dificulta ver. El balance de nuestras ideas y de nuestros actos se carga hacia un solo lado, el de creer, creer que nuestras ideas nos pertenecen. Todas esas ideas convergen en un tiempo y en una circunstancia. Un acto de responsabilidad personal sería invitarnos a identificarlas y de reconocer nuestros patrones de comportamiento. Sin embargo, el reconocer cuándo nos mentimos a nosotros mismos, es más que eso, es un acto de crecimiento absoluto.

El hombre es un cazador de su propio ser acechándose ante cada idea y ante cada nuevo movimiento. Y aunque su corazón se encuentre roto, tiene que responder a la pregunta: ¿Cómo reconocer el mundo en el que se encuentra? El reporte que el destino pueda darle solo debería de despertar una invitación para reconocer la textura de su vida cotidiana. El negarse a observar su entorno, sus acciones, solo lo condenan permanente al oscurantismo y a la repetición de un sin fin de mentiras, lo condenan a sostenerlas a pesar de su inmenso costo, generándole una muerte anímica.

Mantener una mentira propia, convencernos de ella y vivirla como real, es no valorar ni respetar nuestra propia esencia. Y nos sumergimos en un dolor ruidoso, que se traduce en lágrimas y lamentos. Nos refugiamos en medidas mediocres, en donde solo nos ocupamos en defender intereses que al paso de la ebriedad momentánea no tendrán sentido.

Vivir mintiéndose a sí mismo no es encontrar una solución cómoda, ni una respuesta para solucionar un conflicto que evite mayores dificultades. Vivir mintiéndose a sí mismo es llorar eternamente en la búsqueda de una solución liberadora que no llegará. La mentira propia degrada porque condena a un encierro permanente, a una negación eterna y a un estado alterado en el que no se tiene lugar, ni hogar alguno. Mentirse a sí mismos es cubrir un dolor más profundo que el propio silencio que nos condena a reconocernos o enfrentarnos. Evitamos con la mentira escuchar los lamentos que desgarran el corazón. Este dolor no se compara con la fuerza de enfrentar nuestra realidad, con el dolor de aceptar que nos hemos mentido y que nuestra acción no fue lo que quisimos o lo que debíamos de haber hecho. La mentira nos persigue y nos condena a una inmolación indefinida, en donde el dolor y el sufrimiento es profundamente persistente.

Vivir mintiéndonos a nosotros mismo es destruir nuestro pasado y evitar construir un futuro nuevo y original. La propia mentira es negarnos la oportunidad de crear un nuevo pensamiento que permita renacer, es mantenernos en la intemperancia de nuestra vida, de nuestro propio ser. Mantener la mentira propia es ser un bufón de sí mismo, como si se disfrutara el dolor que solo mengua con sustancias ajenas. Mentirnos es la neblina que no nos permite leer en el corazón de los que nos rodean, es cubrir los sentimientos con pedazos de noche. La mentira no nos dará ni cura ni salvación. La mentira nos mantendrá sentados en el aire y el futuro se volverá insistente sin dejar que el ruido evolucione.

¿De qué le sirve al hombre conquistar el mundo a base de mentiras si pierde el alma en ese intento? Condicionar la vida al valor de sufrir una profunda tensión que nos mantenga vivos, es coronar lo efímero, negar el buzón del tiempo y restringirse a solo ser pésimo interprete de la realidad. Vivir engañándose a sí mismos, es hurtar nuestra propia vida, sin valor alguno y sin la posibilidad de crear una memoria viva, que escriba una historia original que nos otorgué identidad. Mentirnos es renunciar al consuelo de descubrir ideas nuevas que nutran nuestro ser, construyan una reflexión inextinguible y valiosa.

Vivir de forma creativa nos hace renacer constantemente. El viajar sin saber a dónde se va, nos invita a volar y ser felices como una hoja llevada por el sueño. Librarnos de la propia mentira nos ayudaría a que el viento nos impulse y disipe las semillas de nuestra esencia, de nuestra creatividad. Vivir libre de la mentira propia, nos ayudaría a crear una historia que nos moje, nos enfríe y nos obligue a darnos calor, a buscar nuestro propio calor.

Vivir empezando por no mentirnos a nosotros mismos, es presentarnos ante una identidad que, por un instante, pueda parecernos ajena, pero que terminará en sitios insospechados dónde se inicien verdaderas espirales de renacimiento.