Este martes 7, desde su cuenta de Twitter, Enrique Krauze pontificó en relación a la marcha a la que han convocado, cuando menos hegemónicamente, diversas personalidades de la derecha mexicana: “…no marchar proyecta pasividad, indiferencia y hasta cobardía”, nos dice casi hablando desde el Olimpo. Sin embargo, en vano buscaremos en la trayectoria reciente de Krauze alguna convocatoria o al menos asistencia a marchas de protesta en contra de los muchos agravios que México ha sufrido por parte de su gobierno y de sus élites políticas, económicas y culturales a las que él pertenece tan destacadamente.
Ni la Guerra contra el Narcotráfico de Felipe Calderón y su cauda de muertes y desapariciones, ni la tragedia de la Guardería ABC, ni Ayotzinapa, ni el recientísimo gasolinazo de enero han sido causas suficientes para que Enrique Krauze marche y abandone la “pasividad, indiferencia y hasta cobardía” --usaré sus mismas palabras-- que lo han caracterizado ante los gobernantes mexicanos en turno. Tuvo que venir Donald Trump para hacerlo salir de su abulia de años ante las movilizaciones sociales en nuestro país.
En estos tiempos tan revueltos creo conveniente identificar a, por lo menos, dos grandes campos entre quienes rechazan en México a Trump y sus políticas.
Hay quienes, desde la perspectiva de la defensa de la soberanía, la dignidad y aun el sentido común, han expresado siempre la necesidad de mesura ante la entrega de intereses y recursos fundamentales a los Estados Unidos, así como en contra de la posición subordinada que ese país le ha designado a México en el marco de su política global. Pero hay también quienes, desde el espacio de privilegios y cómodas certezas en el que habitan las élites mexicanas, se encuentran hoy profundamente desconcertados ante el declive repentino del modelo mediante el que en México han logrado el enriquecimiento a costa de los intereses de las mayorías.
Donald Trump, entre muchas otras cosas, ha venido a desencajar a la relación entre México y Estados Unidos de la certeza para las élites mexicanas --a las que Krauze pertenece-- de tener en Estados Unidos y su clase gobernante a un aliado estratégico de un modelo que, fundado en el TLC, se ha traducido para las grandes mayorías de nuestro país en la ausencia de democracia, precariedad económica y en la atroz descomposición social que vivimos. Enrique Krauze, que hoy agita desencajado las banderas del nacionalismo, ha sido, en tanto intelectual público, promotor y defensor de ese modelo que hoy es causante de la debilidad de nuestro país ante Estados Unidos.
Krauze afirma que sus críticos no lo leemos y que en ello estriba la incomprensión de la que se siente objeto. Se equivoca, soy parte de sus críticos y he leído atentamente toda su obra desde que publicó Por una democracia sin adjetivos en 1984 y hasta los seis volúmenes de antología de sus escritos en la colección Ensayista liberal de 2016, y ello aun a pesar del muro trumpiano de bloqueos que nos ha tendido a sus críticos --y no me refiero a insultos-- en su cuenta de Twitter, porque Enrique Krauze, autoproclamado liberal, no acepta ni crítica ni disidencia alguna en lo que a él se refiere.
El 5 de mayo de 1991, en el contexto de la caída de la Unión Soviética y el ascenso de un mundo que parecía aproximarse a la unipolaridad estadounidense, Enrique Krauze publicó el artículo TLC: prescripción contra la miopía. Entre repetidos elogios a las políticas del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari --lo de “el hombre que quiso ser rey” lo descubrió convenientemente cuando Salinas había dejado ya el poder--, Krauze escribió este párrafo:
En este contexto, la firma del Tratado de Libre Comercio cobra una importancia que apenas es excesivo calificar de histórica. Más allá de su conveniencia política (contribuir a la estabilidad de México), de su lógica económica (clara para cualquier norteamericano coherente con sus propios valores) la firma del TLC tendría hoy el sentido simbólico de romper el tabú mayor: "Thou shall not trust americans". Además de sus frutos materiales (mayor competitividad de la zona norteamericana frente a Europa y Asia) y sociales (prevención de vastas oleadas migratorias), la firma de un TLC en términos equitativos tendría dos ventajas adicionales: favorecería la proliferación en México de una cultura empresarial y tendría un efecto de cascada sobre Centroamérica, región con la que México -el gigante del Norte- ha planteado ya un tratado de libre comercio.
Con nula prevención y perspectiva sobre la historia de la relación entre México y Estados Unidos, Enrique Krauze se congratulaba entonces de la ruptura por parte de Carlos Salinas del “tabú mayor”: “Thou shall not trust americans” (“No desconfiarás de los estadounidenses”, nos dice con una más de sus gustadas referencias en tonos bíblicos). Vaya miopía de quien prescribía remedios contra ella. Dejaré sin más comentarios esta afirmación de Krauze que exhibe muy bien, a mi parecer, su posición en el momento clave en el que se generó en la historia contemporánea de México el recrudecimiento de la dependencia de los Estados Unidos y con ella el debilitamiento a fondo de la soberanía nacional con todo y mercado interno, estructuras económicas diversificadas, democracia y bienestar social.
Quizá no lo sepa Enrique Krauze, pero la ruptura de ese tabú originó, por sus consecuencias políticas, económicas y sociales sobre México, centenares de marchas en el campo y las ciudades; marchas en las que, por supuesto, no tuvo a bien participar quien hoy llama “cobardes” a quienes no se sumen a una marcha en cuya convocatoria figuran varios destacados corresponsables del trance que hoy vive México.
Los lodos que hoy vemos son consecuencia de aquellos polvos, y bien haría Enrique Krauze en recordar, el próximo domingo, que la debilidad del México de hoy ante Estados Unidos no es responsabilidad de Donald Trump, sino de una red de ideas y acciones tejida por las élites mexicanas desde hace décadas, con intereses muy concretos y contrarios a la soberanía y a la mayoría de los mexicanos; red en la que participó destacadamente, desde el flanco intelectual, el hoy agraviado marchante.