Ramiro observa discretamente las botas que se plantan con firmeza frente a él. El sol quema su cuello y espalda provocándole la sensación de estar cargando kilos de brasas al rojo vivo.
Tapicero de oficio, con 28 años de edad y padre de familia de dos pequeños, Ramiro vive en un pequeño poblado escondido en la sierra del sur de México; ahí donde la pobreza y el desamparo se manifiestan con toda su crudeza.
Entre gritos e insultos el interrogatorio es cada vez más violento; las botas no se mueven, parecieran estar incrustadas en la tierra, como si siempre, como si para siempre se encontraran ahí. El sudor se ha vuelto frío y cada vez menos copioso, síntoma inequívoco de deshidratación pero sobre todo del miedo.
Tres días antes, Ramiro recibió una llamada de un conocido habitante del pueblo vecino. Le había solicitado llevar tela para las sillas de un comedor. El joven tapicero se apresuró a hacer cuentas de lo que ganaría con ese trabajo y empezó a soñar con una vida mejor; desde mucho tiempo atrás aprendió que soñar es la única evasiva ante la miseria y el olvido.
Las palabras ya suenan incomprensibles; los oídos reventados por los golpes propinados, sumados al motor encendido de la camioneta que se encuentra cerca de él, provocan en Ramiro una ansiedad nunca antes experimentada. Es entonces cuando en un afán de esquivar la maldita realidad, sus pensamientos se dirigen a su niñez, al día de su matrimonio, a la alegría por los nacimientos de sus hijos, a las tardes compartiendo en familia las tortillas y los frijoles.
Hace apenas 2 horas, el joven, que gracias a su padre aprendió el oficio de tapicero, había salido de su casa para dirigirse, en su deteriorada camioneta pick up, a la casa de su cliente. Circulaba por el camino de terracería que decenas de veces había recorrido, sin embargo, hoy algo fue distinto.
Las botas siguen frente a Ramiro; para este momento, sus manos están adormecidas por la falta de circulación sanguínea que le provocan las ataduras en sus muñecas, sus rodillas se han convertido en piedra por el tiempo de estar en cuclillas y su cuello es tan pesado como el acero debido a la posición inclinada de su cabeza.
Solo había conducido durante 10 minutos cuando un convoy de gente armada y uniformada lo interceptó. Fue encañonado con fusiles de grueso calibre y obligado a salir de su camioneta. De inmediato lo agredieron físicamente, lo obligaron a hincarse y a no levantar la vista. Maniatado y golpeado fue cuestionado con preguntas que, para él, sonaban confusas: ¿A qué grupo perteneces? ¿Quién es tu jefe? ¿Dónde están las armas?, etc.
Ramiro, el tapicero, el padre de familia, el mexicano, ha sido enterrado en una fosa clandestina. Recibió 2 balas en la cabeza; nunca sabrá el por qué y quiénes lo asesinaron; nunca tendrá una explicación de parte de quienes, en una pretensión que raya en la locura, iniciaron y continuaron una guerra que ha convertido a México en un enorme cementerio.
Y las botas ahí están, en todo el país, en todo momento, en todas nuestras pesadillas.