Detesto toda forma de austeridad y menos aún considero que esta tenga algo que ver con la República. El Juárez liberal de la restauración de la República, al que siempre se apela como ejemplo de austeridad, era austero porque la Nación había quedado en la miseria después de 8 años de guerra que sumaron la de Reforma y la de Intervención. Cuando se está en desgracia, no hay de otra, hay que ser austero para transitar a la abundancia.

Pero terminada la guerra, la República buscó siempre el progreso, la abundancia y exceso republicano, tal y como antaño lo vivieron las repúblicas veneciana y florentina (los Médicis fueron todo, menos austeros).   

Porfirio Diaz ha sido el ejemplo más conspicuo de antiausteridad republicana, su virtud abrigada en el positivismo, fue transitar al progreso con abundancia y exceso (ferrocarriles, avenidas, palacios, puertos, monumentos, plazas y fiestas).

Su gran defecto, el autoritarismo vil, provinciano, paternalista y feudal; la incapacidad de entender que la abundancia se reparte entre los ciudadanos de la República (como en la República de los cónsules) y no entre una aristocracia afrancesada, genocida, arcaica, católica, feudal y antirrepublicana. Por eso Juárez jamás lo apreció, como tampoco a ningún militar (liberal o conservador), sabía que sólo los civiles (como en la República estadounidense) podían gobernar de la austeridad a la abundancia en la justa repartición de la riqueza que produce el trabajo.

Los primeros cristianos y sus holgazanes ascendientes franciscanos se declararon austeros por su aversión antinatural a la riqueza, hicieron de la pobreza (como bien afirmó Nietzsche) un valor y una virtud, para someterse a la autoridad de un dios déspota envuelto en el discurso del amor condicionado al castigo.

He venido afirmando, desde una visión a la Oscar Wilde, que austeridad es una palabra fea, austero: severo, rigurosamente apegado a las normas de la moral, agrio, astringente y áspero al gusto. La República que postulo y deseo no es austera, agria, áspera al gusto y menos aún apegada a las normas de la moral. En nuestra cotidianeidad los mexicanos jamás hemos sido austeros, el calvinismo no se nos da. Sólo hay que ver el exceso de nuestras fiestas, comidas y tradiciones para entender que, en la práctica, por fortuna, rechazamos la austeridad.

La visión de que no puede haber un Gobierno rico con un pueblo pobre  transita a la concepción de una nueva hegemonía cuyo líder, en el que reconozco la virtud del animal político, abreva en el cristianismo-social y no en la izquierda libertaria. Tendremos entonces un Gobierno mezquino (incapaz de reconocer la virtud de las capacidades y de la riqueza compartida equitativamente entre todos) y un pueblo pobre y limosnero de programas sociales asistenciales.

La República que se describe en nuestra Constitución desde 1857, es una liberal, social y extremadamente republicana (aunque no lo parezca, hay repúblicas no republicanas). Esa que es capaz de producir, mantener y distribuir con equidad la abundancia. Una República rica para una ciudadanía rica y autogestionaria, que no se da golpes de pecho frente a la doble moral de sus gobernantes, que en la mañana se amparan en la tradición cristiana de la pobreza como virtud y en la noche celebran nupcias al ritmo de Baal o Becebú.