La Escuela Libre de Derecho tiene 108 años de existencia y 108 años de estar anclada en la educación del S. XIX. Eso no es un juicio de valor, es uno de hecho. Dentro de lo que cabe es considerada parte de una élite en la educación superior del país, donde se encuentran, por encima de otras instituciones, solamente el Colegio de México (Colmex), el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), algunos de los institutos de investigaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México y la propia Libre, amén de alguna otra que se me escape. Sin embargo, no es su calidad pedagógica lo que le da su prestigio y supuesta excelencia, sino la forma en la que examina a sus alumnos, que está anclada en tradiciones de hace más de ciento veinte años: un examen anual y oral por materia frente a tres sinodales para aprobar todo el curso, arbitrario como es cualquier examen oral, y con un número máximo de materias que se pueden reprobar en toda la carrera, aunque se aprueben nuevamente en lo que se llaman exámenes preordinarios o extraordinarios.
Su nombre es un equívoco, cabe decir. Su hipotética libertad consiste en una supuesta visión formadora y humanitaria amplísima: que esté alejada de cualquier credo, que sea apolítica y que los profesores tengan lo que se llama libertad de cátedra. Al final, nada de esto termina por ser cierto o al menos totalmente. Algunos de sus hijos se dan cuenta de esto más rápidamente y otros pocos tardan más. La mayoría prefiere anclarse en una soberbia irracional pues, como formadora de dizque prestigio, la Escuela es un foco atractivo para personas con algunas deficiencias de cariño propio que se traducen en egos tan grandes y frágiles que, si uno avienta una piedra al aire, les pega y los revienta.
A esto hay que agregar que, en los tiempos que corren, ninguna institución ni formación tradicional se salvan de los embates de la modernidad: ni la Iglesia ni la filosofía ni la ciencia ni la familia ni la política están salvadas de sufrir transformaciones profundas, algunas veces justificadas y muchas otras empujadas por la progresía actual, que tiende a ver toda tradición como mala en sí misma. En otros artículos propios y en coautoría advierto con claridad de los riesgos que esto lleva, principalmente en materia de libertad de expresión, pues se vive una época en que esta progresía se transformó ya en conservadurismo rancio. La censura está exacerbada a niveles solamente vistos en los peores estados autoritarios de la historia y, gracias al uso de las redes sociales virtuales, ya se construyó el sueño húmedo de Lavrenti Beria: las opiniones de cualquier persona rápidamente son identificadas por los demás como buenas o malas (sin matices, desde luego), y las que son calificadas como malas hacen que la persona que las emite sea objeto inmediato del linchamiento público y de su inmediata segregación de los grupos sociales a los que pertenece.
Estas dos consideraciones son los presupuestos fundamentales de lo que afirmaré: la Escuela Libre de Derecho es todo, menos libre y poco jurídica en su esfera interna. No es que haya sido muy libre ni muy vigilante de sus procesos antes, pues siempre ha sido conservadora, ideologizada y profundamente politizada. Para ejemplo, basta recordar el sexenio de Felipe Calderón, donde difícilmente podía opinarse en contra de él, de su esposa o de su administración adentro de la comunidad escolar sin tener como sanción el ostracismo. Es más, sigue siendo un asunto tabú a ocho años de haber concluido su mandato. Por otro lado, grupos de interés, desde nuevos luchadores de derechos humanos hasta los conservadores de siempre, siguen, como ha sido a lo largo de 108 años, tratando de imponer su agenda política e ideológica en la Escuela.
Y esto me acaba de quedar muy claro. Hace tres semanas, trató de programarse una conferencia mía sobre derecho inmobiliario en nuestro país, pues es mi área de ejercicio profesional y algo de lo que procuro hablar solamente con mis empleadores, mis clientes o foros especializados, más porque me interesa que mi oyente no pierda los signos vitales al escucharme (puede ser un asunto técnico y aburridísimo) que por otra cosa. Estuve preparándola en estos días hasta que ayer, a través de una autoridad escolar, se me informó que no podía darse, pues yo estaba vetado en la Escuela por un miembro de la Junta Directiva para dar cualquier conferencia, plática o clase por mis opiniones en varios asuntos tanto del interés público general como del interés público de la Libre. ¿Quién es este miembro ofendido por mi libre expresión? Misterio, pero viendo la conformación de la famosa Junta Directiva, creo que al menos el noventa por ciento de sus integrantes podrían estar en desacuerdo con alguna de mis opiniones en muchos asuntos, de las que destaco que: a) he expresado desde que fui alumno de la Escuela, y b) ninguna es sobre derecho inmobiliario. Mis opiniones estrictamente personales sobre asuntos morales o políticos se tradujeron ya en un veto para mi ejercicio profesional.
En esta tormenta perfecta donde se suman el conservadurismo de más de un siglo con esta nueva pulsión de la progresía de cazar brujas, se pone peor: estas sanciones, además, son trascendentes y ajenas a cualquier proceso jurídico. Me explico: la semana pasada me enteré de que amigos míos, solamente por el hecho de ser mis amigos, tienen un veto (parcial, al menos) para ocupar algún cargo en los órganos internos de la Escuela por decisión también de algún miembro de esta Junta Directiva. Es decir, las sanciones no llevan ningún proceso (hasta donde me quedé, según el acta constitutiva y el reglamento de la Libre, el único órgano con esta capacidad en la Escuela es su asamblea de profesores) y alcanzan a otras personas sólo porque tomaron la muy íntima y personal decisión de tener amistad conmigo. En resumen: bastó el berrinche de alguien en esa Junta Directiva que no comulga con mis ideas, a pesar de la hipotética libertad y juridicidad que la Escuela pregona desde su nombre, para que mis amigos y yo estemos vetados en nuestra propia alma mater: ni libertad ni Derecho por ningún lado. Vaya, es como estar en presencia de la Corte del Pueblo de Roland Freisler.
No es novedad esto que me ocurre, y muchos abogados de la Escuela más destacados que yo fueron víctimas de un trato similar o peor en algún momento de su historia. No pierdo el cariño que le tengo, porque me dio, antes que otra cosa, amigos verdaderos. Pero ellos no son la Escuela y, peor aún, ahora la Escuela está en contra de varios de ellos sólo por eso, porque me regalan su generosa cercanía. Ojalá los involucrados en estas arbitrariedades vergonzosas tengan presente que el mundo de hoy también es horizontal y todas las acciones terminan por estar a la vista de todos. En esos términos, una censura debida al ejercicio de la libertad más peligrosa de esta era, la de expresión, es una medalla de honor. Lástima, eso sí, por lo de Escuela, lo de Libre, y lo de Derecho.