Las élites son grupos minoritarios organizados con la finalidad de mantenerse en el poder. Son minoría por varias cuestiones. En tanto que los medios para obtener ciertos fines son siempre limitados, la generación de un sector altamente especializado será siempre un bien limitado por lo que implica su génesis: recursos materiales, recursos personales –téngase el gusto por la actividad que no todos comparten-, la suerte de contar con docentes bien formados y con capacidad transmisora de capacidades, etc., es imposible hacerse de todos los recursos, y estos no se obtienen con meros discursos irresponsables por la megalomanía de sus promesas, aunque a corto plazo reditúen con el favor de la muchedumbre. La limitancia es una realidad, que no se elimina con medidas violentas, si acaso requeriría de un personal altamente especializado capaz de crear políticas eficaces que vayan poco a poco incidiendo en las mayorías; tal situación hace indispensable la buena formación de entes capaces de dar soluciones responsables a problemas complejos, por lo que el requerimiento de la élite es aún más necesario. Si los beneficios generales son más limitados, entonces las directrices a trazar no pueden inclinarse por discursos violentos de destrucción real, en pos de fines más ideales, rodeados de adjetivos poetizados con hipérboles redentoras y mágicas de las que hagan alarde –que no son más que eso, falsa ostentación de palabrería que termina siempre con despertares crueles-.
Cuando Robert Michels en Les Partis politiques: essai sur les tendances oligarchiques des démocraties, asume su famosa tesis de que toda democracia liberal contemporánea está, por amor a su naturaleza organizativa, a constituirse en una oligarquía, resalta un punto básico de la élite como punto de fuga del movimiento social, y es la especialización. Las élites guerreras tienen entre sus más poderosos señores a los mejores guerreros, y a ellos confiaron una milenaria formación que los ha mantenido al frente de las filas de defensores, he aquí “el Pélida Aquiles” de la Ilíada de Homero, y a su némesis, el majestuoso Héctor de Ilión, príncipes ambos y a su vez los mejores guerreros “iguales a dioses”. Sí hay dos personajes que caracterizan mejor la grandiosidad de las dotes que los legitiman a la cabeza de sus pueblos, están estos dos formidables personajes que en los estándares de su tiempo-espacio, caracterizan lo mejor de su civilización, y aún forman parte de la identidad de los occidentales que suspiramos por la grandiosa Hélade antigua. A la manera de valientes generales, el encumbramiento de un sector se debe a su nivel formativo que lo hace un especialista en un área, y a su vez esa especialidad que domina es un activo básico en la columna vertebral de su sociedad. Con independencia de la “estructura jerárquica” de la oligarquía, y la “voluntad de mantenerse en el poder”, es la formación el elemento primigenio que puede garantizar estabilidad en la clase gobernante y en sus sociedades, así como será la calidad de esos saberes los que redituarán en el esplendor, o miseria que encarnen.
Una de las grandes preocupación de las sociedades ha sido el de construir con los recursos a su alcance, una calidad de saber que redituara en la preeminencia de estos frente a cualquier ente que los amenazara. Un caso paradigmático que justifica la afirmación de Michels, es el surgimiento de la filosofía en la Atenas democrática de la denominada época clásica (s. IV a. C.). Resulta que la formación política de la gran potencia Mediterránea tras las guerras con los persas (s. V a.C.), y la construcción de su imponente flota que requirió, para su mantenimiento, de una gran cantidad de personas pertenecientes a la Póleis, propició una concientización popular que prontamente les hizo entender su autoridad y requerimiento; afirmando las reformas del legislador Solón, que concedió al grueso de los ciudadanos la activa participación en la vida pública a través de la conformación de la Ekklesía o asamblea popular, esta institución requirió prontamente de un cuerpo profesional que tuviera la capacidad de hablar en público y convencer a la asamblea sobre cuáles deberían ser las propuestas que debían cobrar el carácter de ley (esto es un antecedente muy directo de un sistema legislativo como bien sabría siglos después Montesquieu): los strategoi. Atenas requirió transformar a sus élites ene strategas, y de ser solamente grandes guerreros y marinos como Temístocles o Milcíades, ahora requerían de tener el poderoso bien del convencimiento –una sociedad es más avanzada, en la medida que privilegia el valor de los argumentos que el de las armas. Es cuando la razón escupe su gentil veneno directamente en los ojos de la pasional barbarie-. La joya del Jónico, la hermosa tierra de Pálas repleta de olivos, hizo de su ágora un lugar del saber donde se discutían infinidad de temas, en especial uno: la política. La política es un arte –literalmente una técnica (tekné)- que se hace de una serie de aparejos discursivos, conocidos como retórica, con la finalidad de crear argumentaciones capaces de convencer a los miembros de la asamblea. Gorgias, Hípias o Protágoras, extranjeros todos, pero príncipes del lenguaje, fueron requeridos en el prisma ático para enseñar retórica a miembros de las élites gobernantes que dejaron de ser solamente guerreros, para metamorfosearse espléndidamente en señores de la palabra y hasta del propio razonamiento, no es gratuito que dos miembros de la élite gobernante, uno ateniense, como Platón, y otro macedonio, como Aritóteles, son cumbre no sólo de lo mejor (los aristoi) de su sociedad, sino que poseedores de la especialidad argumentativa como la filosofía, encabezarían hasta nuestros días la forma en cómo pensamos los occidentales.
Es verdad que los sublimes maestros de filosofía encabezarían una gran rebelión en contra de sus maestros, los denominados “sofistas” por ofrecer un conocimiento meramente utilitario con fines muy lucrativos, es verdad, y que tanto Sócrates, como Platón o Jenofonte –ambos discípulos del primero, y miembros de la élite gobernante-, los acusaron hasta sumirlos en las mazmorras de la desvergüenza por perseguir sólo “la apariencia de verdad” y no “la verdad”, coloreada no por las luces de la razón, sino por la sola palabra pervertida y manipuladora.
La filosofía, esa disciplina indagadora del conocimiento certero que aspira a penetrar en la intimidad del ser, para brindar una explicación lógica del mismo, nació como una necesidad, y una contestación, a un gran proyecto educativo que haría de la élite algo más que guerreros, marinos o simples comerciantes, terminó arropando bajo la égida de una oligarquía educada en la democrática Atenas, uno de los más prístinos momentos de la historia humana, con nombres inmortales que siempre nos recuerdan la importancia del ejercicio crítico, de la disciplina, de la dedicación, del amor por el conocimiento y de la aspiración por mantener semejante proyecto hasta donde las facultades intelectuales soporten.
De acuerdo con Michels, la especialización define a una élite, pero creo que también la calidad de esa especialización, es lo que legitima no sólo su permanencia, sino también su trascendecia. ¿En qué se distingue un pueblo de ricos comerciantes como los fenicios –quienes aportaron su alfabeto a los helenos, y el arte de la navegación- de ese pueblo heleno de pastores? Y sí existe una sola respuesta es en el saber crítico que no es ni teología ni épica o algún tipo de saber místico, que es la filosofía, y que brindó a la élite helena la oportunidad de conquistar a través del espíritu a otro pueblo que suspiró por la calidad del saber intelectual como pocos pueblos lo han hecho en su historia.
La filosofía cautivó a Roma, y el pensamiento filosófico edificó la noción de su clase patricia brindándole profundidad estoica a su corpus legal, que dejando de ser mera técnica administrativa romana, se transformó en una explicación del universo que tenía a la formación de sus élites como eje de su proyecto. La calidad de la especialidad hace a Atenas la madre de Occidente, y esa forma de pensar ha hecho que su propia élite pensara más que en medios de enriquecimiento material, dignificando a esta bestia estúpida que encerrada en la Caverna vive asustada por las sombras que se le presentan como monstruos inauditos. Michels tiene razón, y hoy más que nunca, ante el gran descrédito de las élites gobernantes –en buena medida, creo, gracias a su pauperización intelectual confiada por su servidumbre hacia la comodidad-, requiere reevaluarse el principio cualitativo, por el mero técnico, a la manera de Sócrates en franca embestida contra los sofistas, para ser capaces de adecuar nuevos proyectos en medio de tanta vulgaridad supina, orgullosa de su estupidez y enaltecedora de su arrogante y barbárica ignorancia.