Antes de venir a vivir aquí a la ciudad con mi tía Ofelia, la vida estaba en un pueblo no muy lejano, de mis primeros cinco años no recuerdo nada, sólo hasta que entré a la escuela primaria es que me viene la memoria. Recuerdo el lugar donde vivimos allí en el pueblo, un cuarto hecho de puras varas de carrizo con techo de palma, una cobija separaba la cama donde dormían mis padres de la otra donde dormíamos los hijos. Seis hijos apachurrados en una cama. Vivíamos en el mero cerro, para llegar a clases agarrábamos una hora de ventaja, a pesar de tomar nuestro tiempo, siempre nos sorprendía el repicar de la campana que avisaba que la puerta estaba por cerrar.

Mi padre se ocupaba de sembrar la tierra que el gobierno le había dado, pero aquello era una plancha enorme donde la tierra se horneaba, donde la cosecha se aparecía sólo con las lluvias de cada año, pero las aguas no tienen palabra de honor, podían no aparecerse durante mucho más tiempo, así que aquello se convertía en un espejo, imposible de generar vida, donde no crecía nada, bueno, sí, si crecía algo y bastante, la desesperación, la angustia en mis padres.

Era cosa de casi todos los días que en la mesa para la comida lo único que había eran tortillas untadas de manteca con sal que alguna de las comadres de mi mamá le había regalado. No era raro ver discutir a cada rato a mis padres, las peleas no duraban mucho, solo el tiempo que tardaba mi papá en ofuscarse lo suficiente para acomodarle tremenda tunda a mi mamá, ella se quedaba en un rincón llorando y él agarraba camino a la cantina de Don Cipriano.

Un buen día mi padre nos mandó llamar a todos los hijos, ahí estábamos, los seis juntitos, un poco extrañados, ya que no era habitual que estuviéramos juntos, yo solo miraba un poco desconcertado por lo que pasaba, busqué el rostro de mi mamá y lloraba, por un momento pensé que mi papá la había golpeado, la miraba tratando de encontrar algún moretón de esos que mi papá le dejaba cada vez que peleaban, pero no, a simple vista no se veía nada, mi exploración terminó cuando mi padre comenzó a hablar.

- Miren mijos, decía con su voz seca y áspera, aquí la vida esta de la jodida, no hay ni pa´tragar, la tierra que tenemos nos sirve, pa` poco menos que nada, además parece que esto va pa´ largo, me voy a ir al otro lado con mi compadre Nacho, en cuanto agarre unos pocos dólares los mando para acá, y en cuento junte unos pocos más me vengo de retache. Tu Emilio cómo el mayor que eres te quedas al cargo de tu madre y de tus hermanos, ustedes hijos, nos apuntaba a los demás, se me portan bien, que cuando regrese arreglaremos cuantas si desobedecen a su hermano y a su madre.

No entendí mucho de lo que dijo, pero como el ambiente era de tristeza supuse que debía estar igual. El ambiente se puso más extraño, porque se despidió de nosotros dándonos un beso en la frente, nunca había tenido una muestra de cariño como esa, nos sacudió el pelo, se acercó a mi madre para besarla también, ella estaba hecho un mar de lágrimas, por un momento pensé que le gritaría que no se fuera, pero como pudo se contuvo, mi padre tomó su maleta, nos dio la espalda y se fue, lo vimos irse bajando la loma, pero nunca hacer el camino de regreso.

Mi madre no salió del jacal en varios días, pasaba el tiempo y no recibió noticia alguna de mi padre, ni mucho menos alguno de los dólares que dijo que enviaría, la desesperación y la tristeza invadieron el cuerpo de ella, se miraba demacrada, apenas y hablaba, Emilio en su papel del hermano mayor, se hacía cargo de vestirnos para ir a la escuela, a la que a sus once años también asistía, mucho peso para tan pequeño cuerpo.

Uno de esos días al regresar de la escuela, sólo estaban mis dos hermanos más pequeños jugando con la aridez de la tierra, con su carita sucia, llena de mocos, me pareció extraño no ver a mi mamá, pero después me dio cierta alegría pensar que ya no estaba triste y que se animó a salir.

Mi hermano mayor salió a dar una vuelta al arroyo para ver si mi madre salió a bañarse, pero no, no estaba en el arroyo, lo que llenó de miedo a mi hermano y comenzó a llorar al sentirse abandonado, al verlo lis demás nos llenamos del mismo sentimiento y lo acompañamos con nuestro propio llanto.

Muy entrada la noche, cuando el cansancio causado por la falta de comida y de tanta lágrima nos había hecho dormir, regresó mi madre, las lágrimas regresaron al ver que se encontraba bien, que no nos había dejado, llevaba un bolso en su brazo, mismo que dejó para envolvernos a todos, sentí que la vida me regresaba.

La bolsa que mi mamá había dejado en la mesa, traía frijoles, pan dulce y leche. Nos contó que salió a buscar trabajo y que Don Cipriano, el de la cantina le dio trabajo como mesera, que ella aceptó para poder darnos de comer, para que no dejáramos la escuela, nos dio alegría, más que lo del trabajo, saber que está bien, nos besó compensando nuestra preocupación, tomamos un poco de leche y después dormimos.

Al correr de los días, las ausencias de mamá se prolongaban cada vez más y más, de plano un día llegó cuando el sol comenzaba a asomarse. Pero eso sí, nos compró zapatos, la comida ya no faltaba, hasta un colchón nuevo llegó al jacal. En cuanto a nosotros mi hermano mayor era el que nos atendía, mi madre si no estaba trabajando se la pasaba durmiendo.

El único contacto existente con la gente del pueblo se daba en la escuela, mis amigos eran mis compañeros. Un buen día jugaba canicas con Ramiro al que le gané todas, pero no supo perder, me reclamó diciendo que había hecho trampa que le regresara sus canicas, pero le dije que no, que no era cierto, había ganado bien, me tiró un golpe pero no me dio, por lo que el coraje le creció, el rostro se le puso rojo, sus manos estaban apretadas de tan trabado que estaba del coraje, me puse en posición de pelea por que creí que me tiraría más golpes, pero no, lo que hizo fue gritarme:

“Tu mamá es una puta, se acuesta con todos”.

No sabía bien lo que me dijo, pero con el sólo hecho de decir mamá y decirlo con ese tono, fue motivo más que suficiente para darle una buena golpiza.

Al llegar a casa, le dije a Emilio que citaron a mi mamá por lo de la pelea, me preguntó qué había pasado y le conté. Él se quedó pensativo pero no dijo nada. Pasaron días pero la intranquilidad seguía por lo dicho por el niño, le dije a Emilio, quien me confesó que la inquietud también lo seguía, por lo que me propuso bajar al pueblo e ir a la cantina de Don Cipriano, para ver cuál era el motivo de tanta tardanza de mi mamá.

Una vez dormidos mis hermanos más pequeños, Emilio y yo caminamos, por esa oscuridad a tropezones, me tomaba de la mano, el miedo era mucho, a esas horas aparecen animales que en el día no se conocen. Llegamos hasta la cantina, se escuchaba música, risas burlonas y el chocar de copas, nos asomamos por debajo de la puerta, pero sólo vimos hombres sentados en las desgastadas mesas del lugar, no vimos por ningún lado a mi madre, hasta que detrás de una puerta apareció acompañada de un hombre, sonrientes los dos, el sujeto la llevaba del brazo para después deslizar sus manos hasta su cadera, dejarla justo frente a él y besarla.

Un dolor en el estómago surgió, pero no solo el dolor sino muchas preguntas, pero la principal fue por qué besaba a alguien que no era mi padre. Ese mismo hombre sacaba de sus pantalones un billete que dejaba en el escote de ella, otro beso y la dejaba. Emilio lloraba, yo también.

Un borracho de los que estaba ahí empezó a gritarnos que nos quitáramos de la puerta, pero lo que hizo fue atizar nuestro llanto, lo que provocó que mi madre se diera cuenta de nuestra presencia.

Su rostro empalideció, se dirigió hacia nosotros, nos sujetó con fuerza del brazo para llevarnos casi a rastras a la casa. En el camino sólo escuchamos los grillos. Esa noche no pude dormir.

Dos días después, mi mamá acomodaba en unas bolsas de plástico unas ropas, nuestras ropas, nos pidió que la acompañáramos, llegamos a la terminal de camiones, trepó las bolsas a un destartalado camión, habló algo con el chofer para después enfilarse con nosotros, nos abrazó, nos dio un beso, le encargó a Emilio a todos nosotros, pobre Emilio cuanto peso en su pequeña espalda, subimos al camión, ella nos siguió, le encomendó a una señora a mis dos hermanos pequeños, para después decir -su tía Ofelia los está esperando, de cuando en cuando le voy a mandar dinero para que nada les falte, pronto estaré con ustedes-. Al darse vuelta estalló en llanto. Era una despedida que ya había vivido.

De mi padre se cuentan varias historias, que murió al intentar cruzar el río, que se casó con una gringa y está lleno de hijos, en fin, el caso es que no lo he vuelto a ver. Mi madre, a mi madre tampoco, no porque no quiera, no, anhelo verla, pero cada vez que vamos al pueblo, nunca la encontramos, el jacalón solo es un recuerdo, ella, según nos dicen los del pueblo, vive en un lado y en otro, nunca en un lugar fijo.

Mas siempre puntual envía dinero a la tía Ofelia para nuestras necesidades, pero lo que no sabe es que la más grande necesidad que tenemos es la de verla, platicar con ella, saber que está bien, para decirle cuanto la queremos, pero ella se oculta de nosotros como por vergüenza, pero vergüenza de qué, si lo que hizo lo hizo por sus hijos, que no son ingratos como para atreverse tan siquiera a insinuar algo sobre sus actos. Deseo por sobre todas las cosas poder abrazarla, decirle cuanta falta nos ha hecho, decirle cuanto la quiero.