La muerte es el reducto inexorable de la causa de los justos (o de los que se creen justos) o, quizá solo seamos primates superiores que hemos perfeccionado las maneras de hacernos daño. Las grandes tragedias siempre vienen acompañadas de ríos de tinta incontenibles, análisis sesudos y dosis extremas de publicidad gratuita para los bárbaros.

Los fanatismos son profesiones de fe, no solo hacia la figura abstracta de un ser superior, también hacia otras cosas tangibles como la acumulación de bienes o placeres. En el reino de lo abstracto, los placeres están reservados para la otra vida, en esta hay que sufrir. Pero para poder desarrollar esta idea, quisiera partir de algo grosero, simplificador. El fanatismo de los ricos y el de los pobres.

Hay algo que el fanatismo de los ricos detenta, el lenguaje. El dinero sirve para comprar no solo conciencias, sino ideas. Las ideas que están a la venta tienen la virtud de ser poderosas. Sirven para explicar de una manera determinada el mundo. Un ejemplo. Marx no inventó el comunismo, hizo su obra de la crítica al capitalismo. Jesucristo no fundó ninguna iglesia ni escribió algún evangelio. Pero en ambos casos sus ideas eran poderosas, vendibles. Les alcanzó para doblegar al imperio romano, al ruso. Aunque no lo vieran.

La historia parece jugar a lo centrífugo para luego hacerse centrípeta. Lo único que la hace diferente en estos tiempos es la velocidad de los acontecimientos. La violencia en vivo y a todo color, la violencia compartida gracias a la tecnología, selfie con cara de preocupación a un lado del cadáver destrozado. Se da un premio nobel como expiación a la invención de un explosivo cuyas ganancias son recibidas con beneplácito. Un premio nacido de la capacidad destructiva.

El fanatismo de los ricos abreva del dominio del mundo, el de los pobres del paraíso en el más allá. Las mentes débiles con una vida sin sentido, que piensan que trascenderá en el momento en el que estallen en mil pedazos por un Dios que quizá condone la maldad, mientras las acciones de las compañías armamentistas se disparan,  mientras seguimos abonando al sinsentido de la humanidad, capaz de cosas grandiosas, pero también destructivas.

El demonio siempre estará en la casa de enfrente. Somos incapaces de entender nuestra propia maldad. Solo reaccionamos para aniquilar al enemigo, pero nuestra violencia es justa, es santa; la violencia del otro es mala, diabólica. El Dios de los cristianos, tan violento como el de los islámicos. Ridículas minorías que determinan el calendario de la muerte. Mato luego existo. Nos creemos avanzados pero seguimos siendo bárbaros con armas cada vez más sofisticadas. Y las mayorías bovinas, masticando el pasto televisivo, piden más sangre.

No hay diferencia entre el piloto de un avión que bombardea una escuela y el ignorante que se hace estallar. Los hermana el entrenamiento formal e informal para infringir daño, para aceptar que se tiene permiso para matar. Y los cerebros de las masacres, los imanes, los presidentes de los países avanzados, desde sus poltronas pontifican la violencia, sabiendo que nunca la sufrirán. Se pasean como héroes cuando su heroicidad no es más que su capacidad de dominar el lenguaje de lo absurdo, el lenguaje de la religión.

Los cristianos son más ricos, su mensaje de guerra resuena en las televisoras. Mantener la patria segura implica bombardear inocentes a miles de kilómetros de distancia. Y sus mellizos con turbante matan a su manera. Con cientos de millones de inocentes en el medio. Dos tipos de fanatismo. Extremos de la misma cuerda. El fanatismo, connatural al hombre, rico o pobre, pero fanático al fin, deseoso de destruir al diferente, porque así se lo dijo alguien más, porque no se razona, solo se reacciona, todo empezó con Caín, y repetimos la historia, con la foto de Abel en las redes sociales. Qué razón tenía el alemán que se volvió loco, al hablar de la voluntad de poder y la dialéctica del amo y el esclavo. Esclavos de nuestra propia ignorancia, perdidos en un nuevo nihilismo para las masas. Hay que leerlo de nuevo, que nos lo advirtió, y no hicimos caso.