El 19 de mayo pasado la prensa mexicana publicaba información oficial: “En el primer trimestre de 2020, 1.97 millones de personas estaban desempleadas, cifra superior a los 1.88 millones de personas que estaban en esta condición en el mismo periodo de 2019, informó el Instituto Nacional de Estadística y Geografía”.
Es decir, no había crecido exponencialmente el desempleo.
Menos de dos semanas después de ese anuncio, el INEGI da a conocer una encuesta telefónica –increíble ridiculez o desfachatez metodológica– con la que concluye que hay ¡12.5 millones de mexicanos y mexicanas fuera del mercado de trabajo! No les califica de desempleados o desempleadas, sino nada más informa que contabilizó 12.5 millones de personas sin ingreso, sin ocupación y en la incertidumbre de si se les volverá a contratar o no en las que empresas que les enviaron a sus casas durante la Jornada Nacional de la Sana Distancia.
Considero absolutamente irresponsable, un verdadero acto de terrorismo, lo que ha hecho el INEGI.
Si ya sabemos que estamos mal –la recesión es global, por cierto–, ¿tenía sentido en este momento inventar la “primera Encuesta Telefónica de Ocupación y Empleo (ETOE)” solo para brindar porque podemos estar todavía bastante peor?
El director del INEGI, Julio Santaella, ha actuado con muy poca ética o de plano con ninguna. Su conciencia, si la tiene, no lo dejará en paz. México no merecía que se fabricara a las carreras, y solo por el gusto perverso de hacerla, una medición que no ayuda, sino estorba, y mucho.
Calcular, por teléfono, algo tan delicado como la situación laboral y salarial de millones de personas ya es una irresponsabilidad, pero ¿ensayar el nuevo procedimiento en el contexto de la peor crisis sanitaria y económica que ha enfrentado México en los últimos cien años? Golpismo puro, no solo porque afecte la imagen del gobierno y del presidente López Obrador –que viene a ser lo de menos–, sino porque el anuncio de que hay 12.5 millones de mexicanos, de mexicanas que perdieron su ingreso y no saben si lo recuperarán lo único que va a provocar será una mayor incertidumbre social, más enojo, más rabia, más polarización.
Cuando el enfermo ya tiene un diagnóstico, no necesita que un auxiliar del médico se saque de la manga un nuevo método de análisis clínico basado en el brillo de la luna –o en cualquier estupidez de ese tipo– para sumar con olímpico sadismo muchos otros males al que ya se está dolorosamente combatiendo. Si tal cosa ocurriera, el paciente podría, precisamente, perder la paciencia, renunciar a seguir luchando, abandonar los tratamientos y simple y sencillamente hundirse en la peor tragedia.
Por lo que a mí respecta, todo mi desprecio al INEGI que, de oficina técnica, pasó a ser sucursal de una oposición conservadora que no termina de articularse y que necesita de la acumulación acelerada de malas noticias para mejorar sus posibilidades electorales en 2021. Algo verdaderamente criminal dadas las circunstancias.