Con júbilo indisimulado (en las redes fue un festín) se recibió el despido de Rubén Moreira Valdés de la secretaría general del PRI. Un mes duró en el cargo y 9 su hermano en la presidencia del CEN. Humberto cayó por la megadeuda; Rubén, por el fracaso estrepitoso del 1 de julio y por la estela de escándalos de los doce años que gobernó Coahuila despóticamente. La despedida en Twitter de Claudia Ruiz Massieu a su segundo no pudo ser más cáustica y premonitoria: “Reconozco su trabajo” (¿de gobernador y operador electoral de Peña Nieto que, cual Nerón, tocaba la lira y cantaba mientras Coahuila y el PRI ardían en llamas?), “agradezco su aportación a la vida partidista” (¿ser el sepulturero del partido fundado por Calles en 1929 y haber obtenido con un candidato de lujo (Ruiz Massieu dixit), José Antonio Meade, menos votos de los captados por un mapache de la ralea de Roberto Madrazo? “y le reitero mi respaldo en los proyectos que emprenda” (¿en sociedad con sus hermanos o con otros nuevos rostros tricolores como Javier Duarte y Roberto Borge, a cuyas bacanales de cumpleaños acompañaba en Quintana Roo?).
Al clan no le ha ido nada mal, pero el manto peñista ya no alcanza ni para cubrir al presidente. Moreira II quiso ser senador. No lo fue y le cerró a otros el paso. Más allá de la equidad género, ¿utilizó su influencia para vengarse de Jericó Abramo Masso —único en sacar el pecho por Meade—, colocarlo en segundo lugar de la fórmula encabezada por Verónica Martínez, una de las piezas incondicionales del moreirato, y eliminar a un futuro aspirante al gobierno del estado? ¿Cómo pudo Martínez —una de las diputadas que legalizó la megadeuda— obtener casi 85 mil votos más que Meade? Algo huele a podrido en Dinamarca.
En premio por su gestión en Coahuila, en cuyo sexenio aumentó la deuda y el desvío de recursos a empresas fantasma, la inversión del Tribunal Superior de Justicia en Ficrea y el quebranto en los sistemas de pensiones y de salud equivale a varios miles de millones de pesos, Moreira II recibió una diputación plurinominal. La ola de Morena estuvo a punto de frustrar su segundo ingreso a la Cámara baja. Cuando presidió la Comisión de Derechos Humanos en la LXI legislatura, defendió y protegió al diputado Julio César Godoy Toscano (PRD), quien entró al Congreso oculto en el maletero de un coche para rendir protesta el 23 de septiembre de 2010. Semanas después (el 14 de diciembre), Godoy fue desaforado y todavía hoy se encuentra prófugo por los delitos de narcotráfico y lavado de dinero.
El exgobernador no tendrá la misma influencia en el futuro Congreso e incluso es posible que ni siquiera ocupe la curul; y si lo hace, será por unos meses. Su presencia en la flaca bancada del PRI será un recordatorio permante de lo que es y representa. ¿Con qué autoridad subirá a la tribuna sin ser acusado por la deuda, las empresas fantasma y las masacres en Allende y en el penal de Piedras Negras por los diputados Luis Fernando Salazar, Evaristo Lenin Pérez (PAN) y José Ángel Pérez (Morena) a quienes acosó y orquestó campañas de desprestigio junto con David Aguillón (lo mismo hizo contra exgobernadores, periodistas y propietarios de medios de comunicación)? La suerte de Moreira II terminó. Ya no tendrá a un Luis Videgaray o a un Alfonso Navarrete para que le cubran las espaldas y le abran las puertas de Los Pinos, donde, como Ortiz Rubio, vive Peña, pero quien gobierna despacha en Relaciones Exteriores (y antes en Hacienda). Otro dato: el gobierno de Trump y el de AMLO —ambos antipriistas— ya empezaron a intercambiar información sobre temas sensibles (delincuencia organizada, lavado de dinero, peculado...) que involucran a políticos mexicanos.