No deja de ser motivo de constante especulación, cuando no de reproche, el “culpar” a la filosofía de supuestamente no lograr los avances que otras disciplinas del pensamiento sí tienen. Comparar a la filosofía con ingenierías, o con una disciplina como la física (que yo consideraría una ciencia filosófica hermana, como las matemáticas), creo que forma parte de una serie de muy malas preguntas, que o cargan con una ignorancia crónica expuesta en forma de prejuicio, o bien, olvidan el carácter específico de una disciplina que antes que una profesión nacida de la revolución industrial, envuelta en las fragmentaciones propias de la división social del trabajo que el proceso de mecanización de la producción, con fines de carácter utilitario, provocó en la manera en que la conciencia moderna se las ve con las disciplinas cognitivas y sus técnicas.
Asumo que no me meteré a comentar la infinidad de prejuicios con que algunos observan la filosofía, sino que más bien retomaré el segundo punto antes mencionado, en donde ese imperdonable “olvido” ha afectado sobre todo la comprensión del quehacer filosófico, no reconociendo a la disciplina madre de la ciencia, antes que nada como una “actitud”. Una actitud es la manifestación de la conciencia en el mundo, es decir, la manera en cómo se ofrece a la mirada ajena una determinada forma de ser. Como toda actitud, esta se ofrece al juicio, y la consideración de “bien” o de “mal” (en su sentido vulgar) de inmediato aparece. El juicio de otro puede considerar que tal o cual comportamiento es “bueno” o “malo” (claro que los referentes que fundamentan los juicios pueden ser “correctos” o “incorrectos”, según sea la razón su dictaminadora, no).
La filosofía como actitud implica la manera en cómo la conciencia se las ve con las cosas del cosmos, y se exige precisamente que la operación realizada para entender esas cosas, goce de una corrección racionalizadora que evite precisamente que sea el error lo que la mueve. Cuando se juzga, por ejemplo, el comportamiento sexual de una persona, se exige que ese juicio no sea motivado por otra cosa que la sola racionalidad, con una presencia cada vez más limitada del apasionamiento, o las preconcepciones cuya sola apelación a una tradición determinada, no es justificación en sí de nada, por más y que sirva para explicar el “por qué” de semejante opinión. Una explicación no necesariamente implica la explicación de algo. Por ejemplo, cuando una persona “x”, enemiga declarada de la diversidad sexual, apela a su educación judeocristiana para explicar el “por qué” de su odio hacia una determinada orientación sexual, eso no es una justificación de su odio, porque si bien nos permite entender la causa de su conflicto y su posible reacción violenta, eso no significa que esta conciencia deba ser aceptada, o protegida, en su negación de otra voluntad que en ningún momento la está violentando, quizás, se podría estar colisionando con su preconcepción judeocristiana, condición prácticamente común en sociedades plurales, en donde la diversas expresiones constantemente tienen que convivir en el mismo espacio “colisionando”, pero vivir la experiencia de la diferencia, no es un principio de razón suficiente para desatar un comportamiento violento, negando al otro en su diferencia. Nadie puede apelar solamente a su preconcepción para justificarse de nada. Para justificar la acción es necesario otra cosa, es el poder del argumento racional que antes que nada se expurga a sí mismo, y ya después, mediante una posición crítica permanente, intenta vérsela con los otros.
La crítica es hija de la conciencia, y la conciencia sólo surge gracias a la experiencia de la diferencia. La filosofía es una actitud diferenciadora porque constantemente se enfrenta con multitud de argumentos en constante contradicción (“pluralidad”). Cuando Descartes nos cuenta de ese “pasmo” ante la estufa, en donde se cuestiona sobre cómo reconocer la veracidad de una filosofía con respecto de otra, que lo que afirma Platón a su vez lo contradice Aristóteles, con tal valía argumentativa que produce esa sensación desabrida del contacto con las cosas, todo aquel aparato que quizás pudo haber ofrecido una sensación de seguridad a miles de generaciones de una determinada cultura, a la manera del desagradable Sócrates exprimiendo las conciencias de una sociedad tan conservadora como la ateniense, a respecto de cosas tan dignas del espanto de los buenos representantes de la tradición, tan buenos ellos, que cosas como la justificación de las formas de gobierno, claro que ponen los pelos de punta a una sociedad orgullosa de su hegemonía: ¿realmente es la “democracia” la mejor forma de gobierno? –cuestionan Sócrates, Platón y más tarde Aristóteles- “¿por qué?”- dicen estos… y ese “por qué” no se conforma con una apelación a la autoridad de los antepasados, ni siquiera a los beneficios presentes de la misma: la riqueza imperial de la potencia marítima ateniense, el ennoblecimiento del programa paidético de la póleis filosófica de la época clásica, no…, ese “por qué” quiere analizar otras cosas: ¿ese sistema es realmente “justo”? porque lo justo es “bueno” siempre, no “a veces”, porque si la mejor forma de gobierno existe, esta no debe guiar sus principios a partir de las órdenes de una asamblea popular repleta de ignorantes, susceptibles a las seducciones demagógicas de unos pocos rétores interesados en su bien privado, y no en el bien público. Sócrates y, ante todo Platón, lanzarán un dardo envenenado al sistema democrático que ni siquiera las soberbias democracias constitucionales modernas se lo pueden quitar, sobre todo en épocas recientes en donde el desencanto económico y político, ha permitido el arribismo rastrero de sendos demagogos que ofrecen soluciones simples a problemas complejos.
La cartera de basura demagógica cobra su valor si precisamente la sociedad olvida, o menosprecia esa actitud incómoda de exigir razones a los planteamientos. Claro que siempre goza de favor el no ejercicio de las facultades críticas, porque la sensación de complacencia en la mentira es casi un mecanismo de estabilidad psicológica, pero eso, por sí mismo, no justifica, ni hace deseable, la presencia de radicales envalentonados por el eco de su demagogia. La filosofía actúa, exige explicaciones, y es esa “actitud” lo que le concede realidad y valía a esa forma de ser cuestionadora que pone en aprietos seguridades, dogmas, preconcepciones y hasta a la propia filosofía que no se salva de ser objeto de crítica de sí misma, como la serpiente que se digiere su propia cola; como ese Descartes mencionado que dudó de la propia naturaleza de su existencia, de su conciencia, de su experiencia…, y que podemos decir buscaba una buena explicación de cada una de esas cuestiones que lo enfrentaban con la propia sensación de vacuidad que su plano, con el poder bendito de las matemáticas, localizó su sentido a través de coordenadas reencontradas entre “x” y “y”, entre positivos y negativos.
La actitud filosófica es inquisitiva hasta la desesperación, y quizá, hasta la misma desesperanza, de allí que no simplemente es su impresionante acervo bibliográfico el que le confiere sentido, por más que nos ayude a comprender la predisposición erudita de una colección conceptual sobremanera exquisita, debido al afán de indagación permanente que inevitablemente confiere al ilustre inquisidor. Es la permanente búsqueda de respuestas de todo ese aparato que confiere sentido al hacer, lo que, con la abertura de nuevas cuestiones, hacen de la filosofía una actitud a con el “ser” que hasta a esas disciplinas que gozan del prestigio de un tiempo, y se sienten con la seguridad de una época onanística por mor a sus logros, puede ser que sea sujeta a las cuestiones de esa actitud poco dada a consideraciones afectivas. Como ya otras tantas disciplinas se acumulan en el deshuesadero de la historia, y que en su momento creyeron la inmortalidad; a la manera de la asamblea que juzgando al adorador de su daimón creyó salvar un mundo al que, sin darse cuenta, estarían dando a beber cicuta, mientras a Sócrates, y a su “actitud”, llamada filosofía, colocaban en el mismo altar de los bienaventurados, en los Campos Elíseos.