La causa verdadera de la superstición que la conserva y que la mantiene es pues, el miedo…
Spinoza
El coronavirus, este pequeñísimo, infinitamente pequeño y sutil ente, ha sacudido al Homo Sapiens para mostrarle su natural debilidad y la fatuidad de su enfermiza soberbia metafísica, el orden ficticio de su historia y sus ficciones: la economía, la política y la religión. Él, sin voluntad alguna, como un simple hecho de la Naturaleza adversa y de la Vida en ella contenida, nos convoca a recuperar el sentido de la cooperación inteligente para preservar a la más vital de las cualidades de todos los seres vivos, la Dignidad. Es ahí, donde el Homo Sapiens debe atreverse a dar un nuevo salto copernicano, eliminar la creencia en el Orden para confrontar al Caos de la Naturaleza desde la Voluntad de Poder, desterrando para siempre el prejuicio por el cual"... los hombres prefieren,..., el orden a la confusión, como si el orden fuese algo en la Naturaleza y no exclusivamente con respecto a nuestra imaginación....." Spinoza.
El Universo no tiene fin alguno, pensar lo contrario es un prejuicio que hay que dejar en el cesto de la basura. Antes que nosotros la vida ha fluido y antes que ella fluyera libre y caóticamente, la realidad ya estaba en el universo físico y químico. Ahí los Virus eran y hoy también son. Injustos hemos sido al nombrarlos, veneno, Virus en latín. Estas partículas sin vida, compuestas de ácido nucleico y proteínas, de ADN o ARN, se incrustan amoralmente en el relato de la historia que no ha sido más que un curioso impertinente en el Universo físico, químico y biológico.
La moralización de la naturaleza no sólo es una necedad judeocristiana sino un prejuicio por el que se declara y decreta al humano como el peldaño más alto de una totalidad universal, contada en la fábula de un dios creador de prescripciones normativas que combaten al mal desde un bien cuyo origen nadie conoce. La dictadura del antropomorfismo que hace de la Naturaleza y su dios, un ser con la contextura moral absoluta y sublime que lo obliga a estar más acá del bien y del mal. Y ahí, los humanos se proclaman inmunes a la física, a la química y la biología sí y solo sí porque la bondad de su creador omnipotente los hizo buenos, irrepetibles y necesarios.
Toda esta fábula para el convencimiento del rebaño, del pueblo (esa invención judía salida del éxodo y asumida con catarsis por el cristianismo), no tiene otro origen que en ese no pensar la vida antes que en el miedo a la muerte, un inexorable destino para el que se ha inventado al Mago de Oz absoluto, que nos otorga las virtudes de la culpa, la humildad y la compasión que habrán de darnos vida eterna como consecuencia de un arrepentimiento sentimental, que reduce a la vida a un vil cuento de hadas.
Pero frente a todo este cuento infantil donde el Homo Sapiens no es más que un vil púber iners incapaz de matar al padre y vive obsesionado en el perdón metafísico, el Homo Sapiens Sapiens que es homo liber nunca piensa en la muerte pues lo Sapiens le viene de la reflexión, comprensión y aceptación de la Vida. Él afirma “la potencia de la vida. La vida como antídoto al temor” (Spinoza)
Gran error de la ilustración fue el haber confundido a los ciudadanos con el pueblo y con ello darle fuerza al mito de la Nación y más aún al ogro Estado Nación. Ahí, la Democracia perdió todo su sentido, como forma de ejercicio de poder, la conveniencia práctica individual y colectiva. Hoy sólo tenemos ciudadanos trasformados en ovejas leales a la Patria, al Estado como espíritu objetivo y protegido por el dedo de un dios que ha determinado desde el cielo su destino magnánimo y eterno.
La República, por el contrario, es una creación utilitaria de los ciudadanos, que se hace más fuerte y eficiente en la Democracia real que no es el poder del pueblo para el pueblo y por el pueblo, sino el poder ciudadano en la Constitución y en la Ley para la conveniencia común de los ciudadanos libres. En la Democracia republicana no manda el pueblo y tampoco los ciudadanos, manda el Derecho que es el pacto de conveniencia útil por el que los ciudadanos, y los no ciudadanos y el Gobierno se someten a reglas previamente establecidas y soberanas. La secularización de la política que tuvo su origen en la separación del Estado de la Iglesia ha transitado a la formación de un nuevo mito y una nueva mística metafísica, el amor a la Patria y la lealtad a la Nación. El cristianismo radicalizado en vigor nacionalista, la identidad de la tribu que es incapaz de desligarse del sentimiento de pertenencia, de res (de cosa) con dueño y amo.
Se vive en una confusión de lo real frente a lo imaginario, como producto de una ideología que ve al bien en las cosas y no en la conducta humana, que es humana y sólo humana. La evasión de la responsabilidad ética de cada persona frente a la dignidad del otro, nos ha llevado a un mundo utópico de derechos múltiples y contradictorios sin deber alguno. De la barbarie del poder hegemónico y total hemos pasado a la barbarie de un poder optimista y complaciente, cuyo objeto ya no es la obediencia de los súbditos sino la sonrisa sardónica y vacua de una felicidad banal al servicio del narcisismo de la gestión pública (vivan las encuestas de opinión, el nuevo Oráculo de Delfos de los gobernantes). El pueblo transformado en comunidad de clientes.