Apenas una semana antes de que Andrés Manuel López Obrador tomara posesión como Presidente, Donald Trump anunció que ya contaba con el aval del naciente gobierno mexicano para echar a andar su programa “Quédate en México, con el que se frenarían las oleadas de migrantes centroamericanos que buscan el “sueño americano” en cualquier lugar de Estados Unidos.

La negativa se dio a las pocas horas de que se conociera la noticia, pero no desde la oficina del Presidente electo, como debió ser, ni de quien asumiría la Cancillería, sino de la Secretaría de Gobernación desde donde se puntualizó que nuestro país no se prestaría a frenarlos, sino que les brindaría ayuda humanitaria a los migrantes, definiría su situación migratoria y advertía que, por ningún concepto, México sería un “tercer país seguro”.

Sobre esa base, decenas de miles de hondureños, nicaragüenses y guatemaltecos, a los que se sumarían cubanos y africanos, traspasaron la frontera sur de nuestro país en su éxodo rumbo al norte para afincarse en Estados Unidos.

Ya en el poder, el gobierno del presidente López Obrador brindó la ayuda humanitaria ofrecida, hasta que se convirtió en un problema nacional que se magnificó a los ojos de la Casa Blanca que lo planteó como un riesgo para su seguridad nacional.

Con tuits, principalmente, pero con acciones directas en la frontera y muy consciente de que la debilidad mexicana está en la economía y la seguridad, Donald Trump escaló el tono de sus mensajes sobre la insuficiencia del gobierno para detener a los migrantes y presionó con rudeza en asuntos comerciales: el tema laboral en el Acuerdo de Libre Comercio (T-MEC), demora en los cruces y reforzamiento de guardias en la frontera común, impuestos especiales al acero y aluminio para golpear la producción de automóviles, hasta la amenaza del arancel a todas las exportaciones mexicanas en tasas progresivas mensualmente, desde 5 por ciento que se aplicarían este lunes para llegar a 25 por ciento en octubre.

El tuit de la amenaza de los aranceles tuvo efectos nocivos que, pese a la respuesta presidencial resultó incapaz de evitar daños en el tipo de cambio y en la confianza de los consumidores mexicanos, lo que alimentó el tono de los tuitazos y la indefensión de los negociadores enviados a Estados Unidos que llegaron a Washington con la guardia baja y sin argumentos.

La negativa a las exigencias de Donald Trump expresada con firmeza en noviembre de 2018, se la llevó el viento y se anticipó el reforzamiento de guardias en nuestra frontera con Guatemala, junto con el compromiso de endurecer el ingreso de centroamericanos.

Así, fue que se alcanzó el acuerdo binacional que contempla ventajas y desventajas.

La ventaja es que no se aplicarán los aranceles progresivos a las exportaciones mexicanas hacia Estados Unidos, con todo lo que eso significaría para los consumidores de ambos países y contamos con el aval de Donald Trump.

Entre otras, las desventajas es que, en los hechos (y desgraciadamente ya se había adelantado en este espacio), Estados Unidos traslada su frontera al límite sur de nuestro país y se militariza; se adquirirán más productos agrícolas del vecino, lo que pospone cualquier interés por revitalizar al campo mexicano; se mantiene la dependencia económica y se integrará el tema migratorio al T-MEC.

Lo acordado este fin de semana hace de México un “tercer país seguro” ya que en la práctica cualquier solicitante de la condición de refugiado en Estados Unidos, y que hayan pasado por el territorio mexicano, deportadas o “readmitidas” tienen que procesar su solicitud en nuestro país, que además debe correr con todos los costos económicos, políticos y sociales que eso significa.

Para dimensionar el tema hay que considerar que Estados Unidos procesó en los dos últimos años alrededor de 200 mil solicitudes de asilo migratorio, de las cuales el 60 por ciento se tramitaron en México y una gran cantidad fueron rechazadas, pero ahora como se aceptó que nuestro país es una zona de tránsito, serán responsabilidad nuestra mientras en Washington deciden qué hacer con ellos.

Esto es: mientras en México una resolución de este tipo dura entre 45 días hábiles que pueden representar un año, en Estados Unidos es de 180 días legales y en las realidad de dos o más años, que se traslada a nuestra realidad.

Dentro del discurso humanitario se acordó que, a partir de esta fecha y sin decir que somos el “tercer país seguro”, cualquier migrante de un tercer país que pida asilo para Estados Unidos, serán rechazados allá y tendrán que buscar refugio en México en donde se deberá resolver su futuro.

Esta es una faceta de lo que se convino, la otra es que Trump salió fortalecido.

@lusacevedop