El cielo se había tornado color naranja, señal inequívoca que el frío está por llegar, a lo lejos la silueta de dos personas perdiéndose en el horizonte, su caminar es lento, cansado, si nos acercamos podemos ver en su rostro un rictus de desilusión, de desánimo, fatiga, sus pies se hunden en aquel terreno arenoso, lleno de arbustos.
Sus ojos se quedan fijos en el horizonte, la mirada siempre al frente, como aferrándose a algo, tal vez a la esperanza, no quieren voltear la vista atrás, no hay por qué, solo para encontrar tristeza, vacío en sus vidas, desolación, miseria… con la que llevan es suficiente, no es necesario cargar con más.
Su boca reseca, agrietada por la arena, por la falta de agua, el sol se les clava en la piel como si fueran millones de agujas que perforan sus humildes ropas, llegando hasta el mismo tuétano del hueso.
Hay pocas palabras, apenas entendibles
- Me duele, -decía Marcela- pero qué hacemos, no hay otra opción, en el pueblo no hay a qué quedarse, no hay agua, no hay trabajo, esto no es vida, allí solamente tenemos miseria, y sabes, me cansé de tragar de ella, no quiero que mis hijos nazcan en ese pueblo parido por el demonio, sería como maldecirlos, como darles el infierno desde antes de nacer, no, no es justo, tenemos que darles esperanza, aunque sea mínima, no condenarlos, no es de bien nacidos quedarnos a que el hambre termine por comernos a nosotros.
Santiago, esposo y quién le acompañaba, la escucha, con la vista bien puesta en el horizonte, no dejaba de ver hacía el norte, no quería dejar de ver, no fuera ser que se le fuera, que se le escapara su puerta de escape, “no te vayas puerta de la esperanza” pensaba en sus adentros, mientras tragaba su saliva, pesada y espesa.
- No mujer, no tiene por qué dolerte,- le contesta varios minutos después a su esposa- se duele de las cosas buenas que uno pierde, pero esto no ha sido bueno con uno, ¿cuántos muertos teníamos que esperar para largarnos? Esa tierra es lo único que da, muerte, así que no tienes que sentir remordimiento, sino salíamos de allí nuestra alma, nuestro corazón se habrían podrido para siempre, se nos hubiera secado el espíritu, estaríamos vagando, estaríamos respirando nuestra propia podredumbre, así que cualquier riesgo es nada comparado con vivir, en ese lugar; allá en el otro lado, -decía mientras apuntaba con su dedo el horizonte, ese horizonte que para él era su todo en ese momento- tendremos comida, trabajo, vida mujer, ¡vida! Gritó como si en ese grito expulsara todo su rencor, su odio.
La noche llegó inevitable, el viento corría presuroso, chillando mientras pasaba, habían caminado horas enteras, sin darse cuenta que se encontraban ya en Estados Unidos. Sus fuerzas se habían acabado, se acomodaron cerca de unas piedras para descansar, se abrazaron tiernamente, tomaron un poco de agua, sus labios se juntaron en un tierno beso para desearse buena noche, ella se acurrucó en su pecho, él cerró sus ojos dando una oración, pidiendo ayuda para salir con bien de esta aventura, entrelazó su mano con la de su esposa, se regalaron otro beso de amor, para por fin dormir.
Al quitar su traje de noche, el sol deja ver a Marcela y Santiago aún tirados en la arena, abrazados, pero inertes, con sus cuerpos cubiertos de sangre, un par de balas acabaron con sus vidas, un maldito caza inmigrantes terminó con sus sueños de una vida mejor. No pasó mucho tiempo para que sus cuerpos fueran devueltos a México, y poco después a su pueblo, regresaron, con todo y su odio a la tierra que los vio nacer, que los reclamó para sí para nutrirse de su esperanza frustrada.