Lo vieron muchos en televisión y muchos más a través de la viralización que generan las redes sociales: un escalofriante segmento de un episodio de la popular franquicia televisiva “Shark Tank”, en su edición mexicana. En él, la protagonista es una mujer joven, dignísima representante del estereotipo de las clases media-alta y alta de nuestro país: rubia, muy arreglada, con acento de campamento de verano en Canadá e indiferencia a lo distinto. Ella intenta mostrar dominio escénico escupiendo algunos modismos mediocres que supone la jerga profesional de los “emprendedores” de hoy: transparencia, colaborador, plataforma, grupos de interés, “pool”, área de oportunidad y demás paparruchas. Los antagonistas, definidos por el propio formato televisivo como “tiburones”, son empresarios y celebridades que hacen el papel de sínodo. Al final, deciden individualmente si participan o no del negocio que el protagonista propone.
Este caso particular fue grotesco desde los pocos segundos. La jovencita ofreció como modelo de negocio una plataforma digital para hacer la tarea o trabajos personales académicos de cualquier joven o niño que lo necesite. Es decir, lo que ofrece es hacer el trabajo que profesores asignan como obligación personal a cada estudiante del sistema educativo nacional a cambio de dinero. De inmediato, los sinodales empresarios la atajan y le dicen que si lo que vende es hacer la tarea de otro. Ella lo afirma sin pudor y, uno a uno, empiezan a desmarcarse. La cosa empeora de inmediato, pues la emprendedora cae en una espiral descendiente de indecencia, de autosabotaje y de franca estupidez. A la pregunta expresa de que si lo que hace es cobrar por hacer la tarea de otros, ella contesta con un sí, acorralada. Pero en lugar de hacer uso del prudente recurso del silencio, se hunde más y revira preguntándole al primer “tiburón” desmarcado que si él nunca ha hecho trampa. Si estuviera jugando póker, cualquiera habría sabido su mano antes de siquiera pasar al flop. De hecho, esa frase sintetiza la actitud vital de su generación.
La debacle se pronuncia cuando finalmente otro de los sinodales le pregunta por los números, es decir, gastos, costos, utilidades. El número asombra: en un año en que ha trabajado con este esquema, ha ganado, ya libres y para ella sola, medio millón de pesos, habiendo cubierto a sus “colaboradores” y deduciendo cualquier otra erogación. También sería oportuno preguntarle si paga impuestos y bajo qué concepto cobra. Obcecada y con una confianza en sí misma que no debería tener, da un traspié más: alega que su negocio no es ilegal; ahí, inmediatamente, le lanzan otro dardo envenenado y le dicen que no es ilegal pero que sí es inmoral. En una exhibición de esa muy humana disciplina que se llama “ahogarse con las propias babas” ella revira: “¡Sí, es un negocio amoral!”. Maquiavelo es amoral, como también son los monstruos creados por H.P. Lovecraft, pero ella es sólo una chiquilla desvergonzada que recibió demasiados aplausos y muy pocos consejos en su casa. En el siempre peligroso ejercicio de escupir al cielo, quiso ejecutar el paso de la muerte. No lo logró.
Finalmente, ella pone el último clavo a su ataúd: habla de que su modelo de negocios subsana las deficiencias del sistema educativo. Vaya, de repente lo de hacer trampa y lo de la amoralidad quedó atrás y ahora lo que trata de vender es un refuerzo al maltrecho andamiaje del aprendizaje nacional.
Para concluir el segmento, los “tiburones”, ya sin la protagonista en escena, debaten sobre lo evidente: lo inmoral de la propuesta, el daño que una plataforma así hace a las generaciones que tratan de recibir educación hoy día y el cinismo de esta chica.
Pero esto no pasaría de ser un episodio meramente anecdótico de no ser por algo que sí alcanzó a expresar en el descompuesto espectáculo de su presentación: el valor total de su negocio, que ronda el millón y medio de pesos y las ganancias que ella ya obtuvo para sí misma, que están en una tercera parte de eso. Es un número asombroso por donde se le mire, pues, en esta era, los estudiantes pueden investigar lo que se les pida desde su teléfono y hacer cualquier presentación sin costo adicional, dando una breve leída a cualquier página antes de volver a sus redes sociales. Pero ni eso hacen. Este episodio exhibe en su totalidad el fracaso de las generaciones jóvenes, esas que tienen menos de treinta y cinco años, que van de los “millennial” a los “centennial” y como se les denomine a las que sigan. Un negocio que reporta estas utilidades, nada despreciables, habla de que hay una generalidad de jóvenes acobardados por sus responsabilidades y que prefieren delegarlas a otros a cambio de dinero. También habla de que, como generación, los jóvenes, siendo legalmente adultos, se comportan como infantes berrinchudos. Sin duda, hay excepciones, como en todo. Pero sobre los individuos excepcionales no se escriben abstracciones, sino biografías. Y sin duda habrá quien en los comentarios a este texto afirmará que su hijito de segundo año de primaria es ejemplar y muy listo y ya está por traer al mundo la vacuna para la siguiente pandemia. Para la gente, la casa siempre es perfecta y los vicios vienen de fuera. Bien por ellos, pero hay una gran cantidad de personas dispuestas a vender tareas, otra igual dispuesta a comprarlas y unos más que pretenden patentar esta desgracia y enriquecerse con ella.
Se entiende que algunas materias sean de mayor interés que otras para cada persona. Además, los malos maestros, que hay en abundancia, no ayudan. Uno de los autores de este texto tuvo un profesor de Literatura que nunca dejó leer un libro, sino sólo aprenderse fechas y autores, otro de Historia de las Culturas que se ufanaba de no preparar sus clases porque “ese tiempo no lo pagan”. También queda claro que estas generaciones jóvenes no inventaron las trampas; esas las inventó el ser humano desde el momento en que hizo la primera regla. Pero aquí se habla de otra cosa.
Son tiempos en los que una persona puede creer que es legítimo vivir de hacerle fraude masivo al sistema educativo y, además, considerar que su idea es tan inocua que puede ir a decirlo a la televisión, sin el menor escrúpulo, y pedir dinero a empresarios que, más allá de valoraciones subjetivas, son bastante conscientes de que la reputación y la imagen pública también traen consecuencias económicas. El año pasado, varias celebridades estadounidenses fueron sorprendidas por el Federal Bureau of Investigations (FBI), a través del operativo “Varsity Blue”, por sobornar autoridades universitarias a fin de que aceptaran a sus hijos sin cumplir los requisitos exigidos; un escándalo que acabó embarrando a muchas de las universidades más reputadas de los Estados Unidos y del mundo: Georgetown, Yale, Stanford, entre otras. Esta “emprendedora” sin brújula ve eso, seguramente, como una serie de transacciones legítimas (y amorales, sin duda) donde se vendieron y compraron admisiones o diplomas. Y seguirá “emprendiendo” (lo que quiere decir solamente haciendo dinero), porque su negocio no es ilegal, aunque apeste a todo lo demás. Es desalentador.