Hace poco más de un año escribí en este mismo espacio un artículo titulado: Guerrero, por los caminos del sur. En dicho texto argumenté que, a partir de finales de los años noventa y principios de los dos mil, los grupos políticos gobernantes en el Estado de Guerrero decidieron aliarse con cárteles de narcotraficantes con dos intenciones muy claras: erradicar a los grupos guerrilleros y afianzar el poder caciquil que por muchos años han ostentado.

Lo anterior lo traigo a colación a propósito del reciente asesinato del candidato priísta a diputado local en Guerrero, Abel Montúfar.

La familia Montúfar es conocida en la zona de Coyuca de Catalán y en gran parte del estado por sus actividades políticas y empresariales, sin embargo, también son famosos por presuntamente formar y financiar a grupos paramilitares que, en colaboración con gatilleros del crimen organizado, habrían combatido durante la década pasada a organizaciones campesinas y a la guerrilla del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI).             

En aquella zona del sur del país, hay decenas de testimonios que dan cuenta del cacicazgo de los Montúfar. Su poder no solo abarca el municipio de Coyuca, sus redes políticas han llevado a varios integrantes de la familia a ocupar puestos de elección popular y hasta dentro de la policía del estado, lo cual les ha redituado en alcanzar posiciones en un sector de la vida política en el que pueden influir en decisiones importantes.

Si bien es cierto que el homicidio de Abel Montúfar no es justificable y sí condenable, también se debe señalar que a él, como a muchos otros, “el destino los alcanzó”, pues ya sea por omisión o conveniencia, ahora los grupos que se utilizaron para acabar con la guerrilla, se han convertido en enemigos de los caciques que no se han “alineado” a los intereses de los cárteles. Y es que ha quedado evidenciado que en Guerrero, al igual que en otros estados de la República, los grupos delincuenciales han tomado el control territorial, político y económico.

Al final, quienes consintieron la entrada del narcotráfico en el estado, hoy están a merced de él; lo que en su momento parecía “el mal menor”, pues para ciertos intereses era mejor pactar con el narco que lidiar con revolucionarios, se convirtió en un monstruo de mil cabezas que devora todo lo que encuentra a su paso, siendo, como siempre, la población civil la más perjudicada, pues sigue hundida en la miseria y atestiguando desde la oscuridad del miedo y el abandono, la rotación de poderes entre los caciques y los capos del narco.