La memoria, al tiempo que una cualidad de síntesis tiene la posibilidad de la imaginación y la recreación a partir de ella. Así, encuentra explicaciones claras y símbolos, breves recuerdos, pasajes y guiños que dan sentido a lo vivido; sobre todo, cuando se trata de fuertes impresiones.

Ese martes por la tarde salí a caminar sobre Broadway. Un tétrico mutismo reinaba en el ambiente tierra-aire. Calles y avenidas semivacías. Aviación comercial suspendida. Un símbolo del imperio cerrado por primera vez a pleno sol: McDonald’s. Inconcebible. Los espectáculos, inauditamente cancelados. Un síndrome de desconcierto, de inimaginable fragilidad, sentaba lugar en el ánimo de los norteamericanos: No eran intocables. Había quien los desafiara y aun amenazara con seriedad. Las Torres Gemelas, otro símbolo del poder, habían sido derruidas por la ofensiva de dos aviones secuestrados por fanáticos árabes con visas de estudiante. Desasosiego nacional.

Eso fue el día del ataque. Al siguiente -mientras desde la televisión se inflamaba el espíritu nacionalista y las casas y edificios se poblaban con banderas de barras y estrellas de todo tamaño-, los comercios reabrían, los espectáculos de Broadway ofrecían deducciones (disfruté ojos y piernas de Brooke Shields en Cabaret al 50% de descuento; aunque no tanto como las nalgas, los hombros, el arco erótico y el rostro de Nicole Kidman en The blue room, pocos años antes), y los sonrientes viajantes tomarían fotos a cierta distancia de la Zona Cero todavía humeante, nuevo atractivo turístico, al tercer día. Nada había cambiado en realidad.

¿No cambió nada? Algunas cosas, sí. George Bush, presidente producto de un fraude electoral, elevó su popularidad, ensayó un novedoso y grave entrecejo, y un lenguaje beligerante. Invadió Afganistán e Iraq, incrementó presupuestos militares, implementó extremas medidas de seguridad en los vuelos y aeropuertos (quitarse los zapatos, la que más quejas concita), lanzó una campaña intensa de alertas antiterroristas de acuerdo a una graduación de los colores y, sobre todo, conforme a su agenda política, atestó de anuncios visuales y auditivos los sistemas de transporte colectivo, endureció las políticas migratorias, etcétera. Sí, cambió la superficie, pero nada de fondo había sido trastocado en la esencia del país: Las guerras no fueron para atrapar terroristas, ni para exportar la democracia, ni para defender el orgullo nacional por el ataque del 9/11 (lo ha dicho un crítico de la guerra, Noam Chomsky). Han servido a un grupo reducido de poderosos en permanente búsqueda del control del mundo financiero y del petróleo, y a quienes hacen gigantescos negocios con el comercio de la guerra (Alfredo Jalife-Rahme y John Saxe-Fernández; formidables analistas del tema). A los mismos que llevaron a Bush a la reelección y al derrocamiento y horca de su ex socio, Saddam Hussein (en contraparte, muchos desean ver colgado a Bush), sin haber encontrado las armas de destrucción masiva que argumentaron, ni al propio Osama Bin Laden, otro ex socio, como prometieron. De allí que la hipótesis sobre un ataque extremista inducido desde el interior no haya dejado de resonar en la atmósfera y las conciencias; la evidencia material: el extrañísimo desplome de las tres torres del sur de Manhattan.

Más que cambiar, la sociedad norteamericana -tragado el cuento, abrazado el chovinismo, acentuado el espiritismo judeo-cristiano- pareció hundirse en un marasmo, en un letargo mayor al previamente experimentado. Con el miedo y el terror instalado en su conciencia colectiva, sospechó de los distintos, denigró, expulsó, fanatizó su religiosidad puritana. Las familias del medio oeste, sus hijos, creyeron en los discursos y proclamas y se alistaron al ejército. La periodista Amy Goodman ha registrado los casos de suicidio de jóvenes soldados al regresar del frente de guerra, desilusionados por las mentiras descubiertas, por la hipocresía de los políticos-negociantes; espantados por los miles de civiles asesinados en los países invadidos. Anti-héroes del chovinismo discursivo.

Toque eléctrico a su pasmo fue la crisis económica de 2008-2009. De pronto, el ciudadano promedio se vio a sí mismo engañado: guerra perdida, gastos estratosféricos, economía hundida, beneficiarios selectos, inaudita deuda con China… La amenaza de la caída del imperio expresada en su estilo de vida, en sus ingresos, en sus deudas, en el consumo despilfarrador (frente a un refrigerador lleno de gruesos cortes de res y botes de helado, un gordo gringo republicano me dice: “¡Por esto luchamos!”). Quizá por ello, en 2008 la sociedad eligió a alguien que a final de cuentas, no obstante, le desilusionaría. Por mucho que lo deseara, Barack Obama no podía salir del cartabón de los presidentes y políticos de un país cuyos dos principales partidos tienen mínimas diferencias entre sí.

Y ante la desilusión, 2011 amenaza con un 2012 de vuelta al ultra conservadurismo en manos, odios y oraciones del Tea Party [se confirmaría con Trump en 2016]. Envuelta en una maraña de dudas y evidencias, medias verdades y mentiras, la sociedad no tiene certeza de rumbo. Las guerras persisten, los grupos de poder se consolidan, los grandes negocios también. Osama Bin Laden fue asesinado, mas la amenaza del terror, las precauciones extremas, los graves avisos en el trasporte público como método de tortura inadvertida, no dejan de sonar día y noche. Estamos ante una estratagema ya perpetua. Los reportes de supuestas detecciones o hallazgos de potenciales objetos y elementos de terror no parecen de todas maneras asustar al turista. Tampoco al trabajador indocumentado, que debe continuar la labor de mantener con cierto orden y limpieza a la ciudad de Nueva York.

¿Qué ha cambiado entonces en una década?Nada sustancial. Porque lo cierto es que la inercia de la sociedad silenciosa, amaestrada, formateada por la televisión y hundida con avidez en el consumo, sigue siendo –con el aditamento exportable de la War against terror- el mejor termómetro de control de los grupos que se distribuyen el poder y alternan la correlación del mismo. Se ha añadido, en todo caso, una fecha de patrioterismo y patetismo en el calendario sin que ello se traduzca en auténtica procuración de paz, justicia y democracia. Por lo demás, los símbolos del imperio continúan vigentes y acaso librarán a corto o mediano plazo una batalla para prolongar una hegemonía cada vez más incierta. Y el ciudadano común, a final de cuentas la víctima -quien paga con sangre los costos de fanatismos y ambiciones de poder sin contar verdaderamente con elementos definitorios de participación democrática-, continuará en la dinámica del espasmo ante los acontecimientos, en el blanco de los “daños colaterales” de los países ocupados, en el azoro autómata al escuchar el altavoz del subterráneo que anuncia por millonésima vez: “If you see something, say something!”.

P.d. Se me ha señalado, con razón, que debe hacerse memoria de otro 9/11, el de 1973, cuando Salvador Allende fuera derrocado por un complot fascista de traidores militares antipatriotas y el falso defensor de la democracia que es Estados Unidos de América. Ese día, con dignidad admirable, impotente ante la injusticia de los criminales, Allende segó la vida a mano propia.

P.d.2. Texto originalmente publicado en septiembre de 2011, en el décimo aniversario del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, con el título de “Torres Gemelas: 9-11-01/11: Nada sustancial”, casi imposible de encontrar debido al jaqueo padecido entonces por SDPnoticias.