Finalmente una opción política adecuada a la pluridiversidad que constituye a la sociedad mexicana, compleja en sí misma, ha nacido. Un gran territorio poblado con sinnúmero de localidades con características propias, que pueden no verse representadas en las organizaciones políticas tradicionales del sistema de partidos, conviven con núcleos urbanos de distintos tamaños en donde la cosmópolis refulge perfectamente interconectada con el resto del mundo. La amplitud de criterios de los muchos pobladores citadinos, en donde se concentra el grueso de la población educada del país, es también el punto álgido de un individualismo y escepticismo provocado por una especie de sentido de desesperanza. La desesperanza trae el gen del nihilismo, y provoca que gruesos contingentes sociales de gran valía, sean también extraordinariamente sensibles a discursos cargados de idealismo, pero imposibles en los hechos, provocando una si no justificable, sí entendida, propensión a la  demagogia que “al menos” revive la esperanza pensada muerta, y despierta la pasión adormecida del que se cree de alguna manera excluido del proceso de desarrollo que ha hecho de México, una de las grandes economías y culturas del orbe, que no puede cantar victoria ante la inminencia de sus sorprendentes contradicciones. Todas las sociedades modernas tienen de una u otra manera esa contradicción consigo misma (entre sus dichos y sus hechos), pero ante la rapidez e inminencia de los cambios, esas contradicciones se hacen muy evidentes, y los gobiernos no pueden ser lo suficientemente rápidos para adecuarse a las nuevas circunstancias de sus millones y millones de habitantes (en México, casi ciento treinta millones, en un territorio abrupto de dos millones de kilómetros).

Tanta diversidad poblacional, a su vez dividida en células étnicas, educativas, ideológicas y económicas, hace casi imposible la mayoritaria adhesión poblacional a un proyecto nacional que se adecue a sus intereses o gustos (…), de allí que la necesidad de aperturar las filas de los grandes acuerdos políticos, ofrece la alternativa de incorporar a la diversidad nacional no sometida solamente a una visión omnisciente de las cosas. Un Frente Nacional sí ofrece esa posibilidad sumatoria de reunir a la diversidad en un gran eje ciudadano, para el que no está dispuesto a asumir las doctrinas hegemónicas de las grandes agrupaciones políticas, hoy sumidas en el descrédito e incapaces de conciliar sus proyectos nacionales con la pluralidad que normalmente es marginada, para dar el lugar a una sola comprensión de lo que “debe ser”, siendo que su realidad corrompida o su personalismo cínico digno de un dictador bananero, se encuentran comúnmente por encima de lo que la diversidad social pretende.

Es fácil generar suspicacias a propósito de un proyecto de semejante envergadura, que claramente reta a las opciones tradicionales. Pero igualmente es fácil hacer señalamientos perfectamente racionales al respecto de las realidades sórdidas de un conjunto de agrupaciones envueltas sí y sólo sí en el enfrentamiento electoral, arrinconando las preocupaciones diversas de la ciudadanía en el armario que sólo se desempolva de vez en vez cuando hay que solicitar el sufragio de esos mismos a los que después se les olvida. Absurdo, la ciudadanía no podrá empoderarse hasta que la pluralidad sea incorporada, y esto se logra haciendo un amplio frente con una población compuesta por “mayorías” y “minorías”. El término “minoría” es sensible a reduccionismos, al igual que la noción de “mayoría”. Podemos afirmar que todos somos lo uno o lo otro dependiendo de dónde ubiquemos nuestra identidad, necesidad o exigencia en el complejo mapa de la vida pública. Una persona puede ser parte de una “mayoría” de clase media –si así es la entidad donde radica-, pero al mismo tiempo ser una “minoría”: una madre soltera; una persona con algún problema físico; una persona con una identidad sexual diversa; una persona con una religión diferente, etc., así nos podemos  seguir ejemplificando porque la diversidad es la especificidad de la humano, y aunque haya conflicto cuando la discusión pública se centra en una de esas características, quedan evidenciadas y se sienten aludidas, o puestas en riesgo por sus derechos, creencias o prejuicios (…), ellos posee, sin embargo existe algo en común: la ciudadanía.

Ser un ciudadano más que el sólo y burocrático sentido de reconocimiento legal, tiene un sentido muchas veces más profundo y que se ha desarrollado a lo largo de toda la vida de Occidente. Un ciudadano es un “ente activo”, una figura que a partir de su andar por el mundo y generar conciencia a partir de las contradicciones de que ha sido testigo, participa activamente con el objeto de beneficiar su entorno. El ciudadano es una figura pública, esto es que ha sido capaz de abandonar la comodidad del hogar, para levantar la voz incorporándose en un movimiento social que lleve sus opiniones a la palestra. Del embalsamamiento de la subjetividad, a la vivificación de la actividad, resurge el interés por los asuntos públicos, y un marginal ser acorralado en su intimidad transmuta, volviéndose un actor que participa de las decisiones colectivas. El ciudadano es un “animal político” (zoon politikón, diría el inmortal Aristóteles). No es un especialista, es decir, una figura con una formación superior o con una experiencia laboral dirigida al campo de “lo político”. El ciudadano es la figura excepcional que las especializaciones han marginado, por haber burocratizado una actividad que confluye con la más perfecta naturalidad de la vida cotidiana de los habitantes con obligaciones y derechos de una sociedad.

La posibilidad de incorporar ciudadanos en un momento de desencanto de las opciones políticas clásicas, en un gran Frente Amplio Democrático, es el llamado congénito a la virtud de los habitantes deseosos de participar en un movimiento incluyente, joven, diverso y, por supuesto, ambicioso: si no se ambicionan fines por encima de las humanas fuerzas, la fuerza irradiante de las ideas pierden luminosidad. Esto es, como diría Hegel: un “espíritu renovado”, es decir, una conciencia que resuelta a salir de su desgarramiento, está dispuesta a reconstruir su existencia más allá del lamento o el victimismo, pues se erige como un héroe de su tiempo y sus circunstancias, con el llamado de la idea renovadora de su nación, aunque en el contexto específico que no lo margina en su diferencia, si no que lo incorpora por la misma: por ser diferente, por la pluralidad de un país dispuesto a reincorporarse  en el concierto de las naciones pacíficas, prósperas, trabajadoras y progresistas.

Celebremos que la socialdemocracia mexicana, haya tenido la iniciativa de crear un Frente con las dimensiones que ha planteado; llamando a los distintos grupos sociales que dan realidad a la diversidad del país, con sus regiones y preocupaciones específicas; nutrida con juvenil sabia,  emprendiendo un camino que motiva a abandonar el desierto, pero que también planta la cara a discursos demagógicos y radicales anquilosados y defensores de desprestigiados regímenes dictatoriales a los que justifican, a la par que descalifican una iniciativa pacífica y ciudadana, capaz de enjuiciar los fundamentos de un poder carismático y autoritario. La socialdemocracia llama a la diversidad a incorporarse en sus filas, a dar una lucha por el triunfo de los ideales que se han concretado en derechos –no en dádivas dependientes del capricho del tirano- en las entidades bajo su administración: seguro universal; reconocimiento de derechos de “minorías” (matrimonio, protección legal, no discriminación); crecimiento económico más cercano al de las metrópolis desarrolladas que a idealizaciones locales propias de los años treintas del siglo pasado; sustentabilidad y compromiso global; exigencia de respeto a la dignidad soberana de un país lastimado por un discurso extranjero oportunista y falso, que denuesta la importancia de la sociedad mexicana; tecnologías verdes y exigencia de cumplimiento de respeto a tratados internacionales… y todo ello con un gasto social responsable, con respeto a las leyes y con una disposición dialogante, que no se somete a los discursos beligerantes de personalidades o agrupaciones autoritarias de historia turbia, a los que un ciudadano debe ya, a estas alturas, trascender en pos de construir una nación incluyente, próspera y educada, bajo el auspicio de una socialdemocracia moderna y edificante.