La estrategia gubernamental ha sido la de guiar la opinión pública hacia un sinnúmero de puertas falsas. No se resuelve nada, aunque los culpables sean iluminados con claridad prístina. Una constitución grandiosa a la que se le da de palos todos los días, un ejercicio de abyección que prueba este elemento cultural característico del mexicano, la idea de la inevitabilidad de la corrupción.

Pareciese de manera clara que los mexicanos somos incapaces de gobernarnos, vivimos en el pesimismo festivo que dice que si se importan profesores cubanos igual haríamos en traer políticos suizos que nos gobernaran.

Al hacerlo aceptamos de manera tácita nuestra profunda incapacidad para resolver nuestros problemas enfocando nuestra atención en utopías. Es claro que hay factores que abonan a la desconfianza colectiva. Vivimos entre dos estridentismos, aquel que anuncia la benevolencia de las medidas de la extrema derecha, como si de un país del primer mundo se tratara, y los profetas de la catástrofe, más cercanos a la realidad pero incapaces de ir un poco más allá de la denuncia.

Y es entre estos dos fuegos que vivimos los mexicanos, extrañados por las curiosas ferias de esperanza artificial llamadas campañas electorales, donde se juega a la ruleta rusa de la gobernabilidad, frente a una partida de pillos que anuncian que ahora sí representan el cambio. Lo absurdo del asunto es nuestra absoluta incapacidad de poner límites a las conductas delictivas de nuestros gobernantes, escudados en un lenguaje vacío y un marco legal que les permite robar a discreción. Vivimos en un país donde la superación personal genera muchos millones de pesos y la superación social no existe.

Por eso escupimos al cielo y decimos que es mejor que venga alguien de afuera a gobernarnos. Lo más sorprendente es que una inmensa mayoría somos conscientes de los problemas del país, pero seguimos actuando como si desde la trinchera individual pudiésemos resolverlo.

Con lo que sí estoy de acuerdo es alguien de afuera pueda gobernar. Pero de fuera del sistema político. Vivimos en un país donde se vota poco y se sufre mucho. Seguimos enquistados en la idea de un Saturno gubernamental que como padre colérico algún día se volverá piadoso y cambiará por sí solo. Pero es claro también que la cultura de la falta de consecuencias para conductas inadmisibles vive su mejor época. El Bronco abrió un hoyo en la coraza de la inevitabilidad. Aún es temprano  para juzgar los resultados basados en su actuación, que por razones obvias enfrenta de manera directa la pérdida de los privilegios de las televisoras y la oposición de un congreso hostil. Pedro Kumamoto abrió otro hoyo.

Omar García, un joven ingeniero que contiende por la alcaldía de mi ciudad, puede dar el tercer golpe espectacular en esta incipiente historia de los independientes. Ya hay algunas encuestas que lo ponen a la cabeza o empatado con los candidatos de los dos principales partidos con una milésima parte de los recursos. Tomar el país en nuestras manos no es para nada utópico. Los ciudadanos de a pie  somos una inmensa mayoría, un gigante dormido que puede despertar en cualquier momento, un país de gente decente con ganas de progresar y vivir en paz. Y a eso nos encaminamos. Los invito a que vean de cerca la elección en Ensenada porque puede servir de ejemplo para el resto del país. Un joven, un grupo de jóvenes pueden cambiar el paradigma en el municipio más grande del país. El talento de nuestros jóvenes es desbordante, robótica, matemáticas, química etc. Son muestras de que estamos entre los mejores del mundo. Hay que darles oportunidad de gobernar también, porque el futuro les pertenece. Dejemos que nos ayuden a alcanzarlo.

La corrupción es evitable si votamos de manera masiva. Nosotros decidimos.