La muerte de un personaje público suele motivar opiniones encontradas. Sin embargo, el deceso de Jacobo Zabludovsky fue el pretexto para acusaciones cargadas de tirria y descontextualización, diatribas cuyos autores defendieron, bajo el argumento de que «para eso sirve la opinión pública». ¿Será? Vale la pena detenerse en ese argumento, que haría las delicias de Pareto.

Empecemos por lo elemental: ¿El propósito de la opinión pública es «establecer un balance de lo que alguien hace»? ¿Para eso sirve? No, considero que la opinión pública tiene un propósito más elevado que el de ser un tribunal integrado por frustrados y resentidos sociales que, como nunca serán magistrados, compensan su rencor con tuitazos.

Si se insiste en darle funciones y utilidad a todas las cosas, puede decirse que la opinión pública sirve para que el debate de los asuntos públicos sea informado, de calidad: por el contrario, no sirve la opinión pública que solo se dedica a juzgar gente, ya que la legitimación del linchamiento es imposible.

El encono contra Jacobo Zabludovsky patentiza la existencia de la opinión pública inservible: desde el investigador bilioso porque Jacobo no quiso participar en uno de sus libros (y hoy «cobra venganza» con un texto que ni su bomba madre leería, si no tratara sobre Zabludovsky), hasta el que se cree designado por Baal para juzgar el «papel antidemocrático» de Jacobo en la Historia de México, el denominador común es la expresión prejuiciada.

Y, con tono lastimero, esos opinadores balancistas recuerdan la horrible cadena de omisiones informativas de Jacobo: las matanzas de 1968 y 1971, los fraudes electorales de 1985 y 1988, el país presa del narco y la miseria creciente. Para los santones de la invectiva, Jacobo es culpable del delito de obediencia a la dictadura, de ser testigo cómodo del sistema, de ser vocero del maligno régimen, de «hacer periodismo sin compromiso social».

Independientemente de lo absurdo que es juzgar sucesos del pasado como si fueran hechos actuales (¿se imaginan a uno de esos «genios» criticando a Napoleón por no usar un iPad para organizar su ataque a Wellington?), baste con recordar los manotazos del poder contra Julio Scherer, Jorge Saldaña o, ya en tiempos de la alternancia, contra Carmen Aristegui, para tener claro que, en este país, los políticos jamás han tolerado la crítica emitida desde medios masivos, sean o no concesionados. Para explicarlo con cuadritos y bolitas: era imposible ser conductor del noticiero televisivo más importante de México y al mismo tiempo ser crítico del sistema.

Si se imagina, como en un cuento de Asimov, una realidad alterna donde Jacobo, el 3 de octubre de 1968, hubiera comenzado Su Diario Nescafé con una crítica a la represión y asesinato de civiles en Tlatelolco, la siguiente escena sería de estática en la pantalla del televisor: Zabludovsky sería sacado por el cuello del estudio de canal 2 y entregado a la Dirección Federal de Seguridad. Al regresar la señal, José Cárdenas, con el rostro adusto, informaría que, por fallas técnicas, tuvieron que salir del aire unos minutos y le daría la voz a Juan Ruiz Healy, quien explicaría las medidas de seguridad para la inauguración de los Juegos Olímpicos. No se volvería a saber de Jacobo, su nombre quedaría reducido a una nota marginal en los libros sobre los orígenes de la televisión en el país y a un lema en las bardas anónimas: «¿Dónde está Jacobo Zabludovsky?». En ese universo paralelo, Pedro Ferriz Santa Cruz tomaría el rol que aquí tuvo Jacobo y, al fallecer en septiembre de 2013, también unos tarugos lo acusarían de «hacerse pato» durante décadas «en la silla más visible de México».

Hoy, que la peor pesadilla de Sartori y Eco se ha convertido en realidad, los homo videns y homo tuitens stultus condenan, desde la comodidad de la democracia, a aquellos que carecían de independencia. Ese nivel de estupidez recuerda a los nazis quemando libros: no hay cosa más fascista que un tipo ejerciendo su libertad para suprimir la dignidad ajena.