Desde 2014, el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) incrementó 80% su presupuesto, del cual dedica a nómina casi tres cuartas partes. El INAI cuesta más de mil millones de pesos anuales y sus comisionados perciben 194 mil pesos mensuales. Aunque no les guste a los transparentistas, las características del órgano son las de un instituto fifí.
Las quejas por el costo del INAI no son nuevas, los datos precitados los expuso La Jornada hace más de un año (https://www.jornada.com.mx/2017/08/18/politica/017n2pol). Por ello, no debe extrañar que el presidente electo y su propuesta de secretaria de Gobernación hayan puesto en la agenda la falta de austeridad de ese instituto.
Desde hace más de 13 años, he señalado que el modelo mexicano de transparencia no sirve: es malo, feo y caro. Hace del derecho de acceso a la información una libertad incapaz, que requiere ir montada en el derecho de petición para ser ejercida. En lugar de un modelo de acervos informativos completos y accesibles para todos, en México hay que pedir información a un burócrata, como si se viviera en 1950 y no en la época del supercómputo.
Peor aún, el INAI es un instituto nacional con sede en la Ciudad de México, pero sin presencia en los estados. Pareciera que solo los capitalinos buscan información del gobierno del país y que fuera de la capital federal todo es Cuautitlán. Eso sí, se duplican gastos con una serie de institutos locales, cuya existencia es una muestra de que, en México, la sencillez regulatoria es una mala palabra.
Por tanto, al gasto del Ififí hay que sumar el de sus primos en los estados, que virtualmente cuestan lo mismo que el nacional. Dos mil millones de pesos que sólo han servido para construir una burocracia dorada que, ni en sus peores pesadillas, hubiera imaginado Gaetano Mosca.
Entregar al Archivo General de la Nación —y sus correspondientes estatales— la sistematización y resguardo en formato digital de toda la información gubernamental y atribuir al Inegi el carácter de órgano regulador y diseñador de las políticas en materia de acceso a la información, sería más eficiente y adecuado que la existencia del Inai y sus primos locales. El Inegi ya tiene sedes en todo el país y, con una Dirección General de Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, el Inegi haría mucho más por la transparencia que el INAI y nos costaría menos: a eso se le llama factibilidad presupuestaria y austeridad.
Además, si se desbarata la banda de los mil millones, bien se podría instaurar una red nacional de Consejos Económicos y Sociales (CES), que corresponden al estándar actual de garantía de los derechos humanos de participación en el desarrollo y su planeación democrática, previstos en los artículos 25 y 26 constitucionales. Incluso, con esa red de CES, se podría dar mayor efectividad al derecho a la mejora regulatoria, que precisamente reconoce el referido artículo 25 de la Carta Magna federal.
Lo más significativo es que la red de CES costaría menos de la mitad del presupuesto del actual INAI.
Una de las razones del silencio de las buenas conciencias respecto al gasto excesivo del instituto fifí, es que siempre ha sido generoso con intelectuales, comentócratas y élites académicas. Ya Proceso denunció, en su momento, la lista de contratos y beneficiarios de las arcas del Ifai (https://www.proceso.com.mx/333193/el-ifai-en-descomposicion/amp).
En consecuencia, el problema no es exclusivamente de salarios excesivos, sino de una estructura costosísima que no resuelve problema alguno. Quince años son demasiados para seguirle dando el beneficio de la duda al INAI: el modelo no sirve y debe ser cambiado por algo más eficiente y efectivo. Las instancias de transparencia no deberían ser más costosas que la información que a veces entregan, como el caldo de las proverbiales albóndigas. El acceso a la información debe parecerse más a una tienda de autoservicio y menos a una abarrotera con un dependiente arbitrario. Para eso son las tecnologías: para hacer las cosas mejor y más barato.