Muy predecible resultó el presidente al desgranar los logros de su quinto año de gobierno. Casi todo estaba mejor, es decir bien. Entre lo bueno que cuenta mucho, Enrique Peña Nieto anunció que, de seguir en la línea actual, en 10 años se habrá erradicado en México la pobreza extrema, ese mal endémico que afecta a nuestra sociedad. Los datos de 2016 hablan del 7.6% de la población. Para su predicción el presidente se apoya en el descenso durante los últimos seis años de 13 millones en términos absolutos (11,3%) a los 9.4 millones de pobres “de solemnidad” actuales.
En términos generales y según datos del CONEVAL, la estadística de pobreza moderada de 2016 (53.4 millones de personas) mejora levemente desde hace años; sin embargo en 2010 había menos pobres que hoy (52.8 millones), pese a que entonces la pobreza moderada afectaba al 46.1% de la población contra el 43.6% actual. Antes de la crisis de 2008 llegó a bajar de los 50 millones. Esto parece el cuento de La Liebre y La Tortuga, pero tiene su causa: la aparente paradoja responde a la crisis de la economía mundial y al crecimiento demográfico mexicano que superó a la tasa de disminución de la pobreza. Con el elevado índice de inflación de 2017, que según se augura se mantendrá durante todo el año, no cabe hacerse demasiadas ilusiones para el presente ejercicio.
Se hacen progresos. Pero observemos: mientras que la pobreza moderada, entre los no hablantes de lengua indígena se cifraba en un 41%, entre los hablantes de lengua indígena alcanzaba un vergonzoso 77.6%. En esta abrumadora desproporción las mujeres llevan la peor parte: en torno al 80% de las mujeres indígenas viven en situación de pobreza moderada o extrema.
Las cifras hablan por sí solas. Estamos en el siglo XXI y esto es un escándalo. No basta lo que se hace para corregir las deficiencias sistémicas que afectan al sector indígena de la población, el 7% efectivo de ciudadanos mexicanos, si bien el número de quienes se reconocen como indígenas rondaría el 21.5%. Las inversiones de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), que sufrieron un fuerte recorte presupuestario para el ejercicio en curso, se revelan insuficientes. Los niveles de alfabetización, educación y atención médica siguen siendo deficitarios. Tampoco los espacios de autonomía indígena efectiva conquistados desde los Acuerdos de San Andrés en 1996 han mejorado sustancialmente la situación. La resistencia al cambio parece tener muchos frentes. De todo ello queda el persistente sentimiento entre los indígenas de seguir siendo objeto de discriminación y expolio.
2018 será un año crucial para México. El Congreso Nacional Indígena (CNI) presentará la candidatura independiente de su vocera, María de Jesús Patricio, “Marichuy”, de etnia nahua, originaria de Tuxpan, Jalisco, y mujer de larga trayectoria militante en la causa indigenista. Con las condiciones fijadas por el INE para la presentación de firmas por medio de una app solo operable desde un smartphone, Marichuy no lo tendrá fácil. El sistema resulta perverso. Aun pasando este filtro no parece que la precandidata pueda llegar muy lejos. En cualquier caso, lo esencial para las comunidades indígenas es recuperar la visibilidad perdida desde que amainó la rebelión zapatista. El compromiso contraído en 1996 por el estado mexicano de incorporar a la Carta Magna la Constitución de los Derechos de los Pueblos Indígenas no se ha cumplido.
El lema del CNI “Nunca más un México sin nosotros” debería ser escuchado y asumido por todos con todo lo que eso implica. No hay peor discriminación que la indiferencia.
Es importante convertir al Congreso Nacional Indígena en verdadero interlocutor y dotarlo de más instrumentos para operar. Esto va más allá del gusto por una u otra opción política. El gran reto político es crear canales de comunicación. Las comunidades indígenas han vivido secularmente en una mentalidad de repliegue derivada de la opresión y segregación que han padecido. La defensa de su identidad se vive con angustia como resistencia a la invasión e imposición de ideas y valores por parte de la sociedad mayoritaria. Algo o mucho queda en México del polvo de la colonia. Si las condiciones de vida indígena han de mejorar en este país, resulta imprescindible superar los conflictos identitarios. Lo que menos necesitan los indígenas mexicanos en su situación de vulnerabilidad es el paternalismo de las buenas intenciones. Ciertamente son ellos quienes tienen que hablar por sí mismos, pero esto debería suceder a través del diálogo. Para que suceda hay que hablar parejo, en igualdad de condiciones. El primer paso le corresponde darlo al más fuerte. Como resultado, cualquier modo autónomo de administrar valores e intereses comunitarios debería estar armonizado con el sistema de vida común a todos los mexicanos y todos sus beneficios. No existe la arcadia indigenista, ni la felicidad en la reclusión y el retraso. Solo la condena al ostracismo, a la marginación y la pobreza. La alternativa es política, educación y trabajo. Los nuevos mexicanos de etnia indígena, cualquiera que sea su elección, tienen el derecho a acceder a todo lo que el país ofrece; sus gobernantes y las instituciones tienen la obligación de facilitárselo. El “colonialismo interior” denunciado por el CNI, dejaría de ser si se diera el diálogo y una gestión colegiada en todo lo que competa a la vida de los indígenas. Escucharlos es una buena ocasión de replantear modos de hacer política y de abandonar modelos de desarrollo económico rapaces, injustos e invasivos sobre el medio ambiente, (mineras, madereras, monocultivos extensivos, fracking, etc.), que han causado visibles perjuicios no solo a las comunidades indígenas, sino al país en su conjunto. Es posible un desarrollo sostenible que cuide tanto los intereses generales como la idiosincrasia y autonomía indígena. Por todo ello es necesario mejorar su presencia institucional, de modo que la defensa de sus propios intereses tenga también puesta la mira en los intereses comunes. Solo así se puede generar confianza. Lo que se ha hecho hasta ahora no basta.