Una anécdota del fiestón
Cuando el vivir en medio de la selva me permite tener señal de internet aprovecho para leer la prensa de varios países sobre todo de México, España, Francia, Estados Unidos, Argentina e Inglaterra.
Igualmente leo algunos de los textos publicados aquí en el medio de SDPNoticias de Federico Arreola, que desde luego siempre lo leo a él, como lo he hecho desde que escribía los editoriales de Milenio.
Una columnista a quien siempre leo cuando publica aquí es a la señora Teresa Gil, disfruto de sus textos y de sus recomendaciones literarias.
Hoy amanecí a las seis de la mañana, o más bien, me vino a despertar Naya una perrita que me encargaron cuidar por el lapso de una semana, para que la llevara a pasear, pues su amo a esa hora la saca a dar la vuelta al puro romper el alba.
Al volver, me puse a leer lo recién publicado en varios sitios amaneciendo hoy domingo con buena señal, y me topé con una columna que se refería a la visita que hicieron la reina Isabel II y su marido príncipe Felipe de Edimburgo a México--que descanse en paz-- y en ella hallé un comentario al calce de la señora Gil con el que estoy totalmente de acuerdo y que aduce a los ávidos ojos de propio interés que tiene Inglaterra puestos en el gran depósito de Litio hallado en el estado de Sonora y al hecho de que no hay que ensalzar a las figuras monárquicas porque no fueron elegidos democráticamente por el pueblo y figuran como símbolos humanos huecos, de acumulación de riqueza inaudita sin aportar realmente ni a la justicia ni a aminorar la brecha de la desigualdad en el planeta siendo eso sí, como suele suceder, maestros de la simulación.
También provecho la ocasión, para aumentar la oleada de comentarios sobre la muerte de este príncipe consorte que se apellidaba Mountbatten, con una anécdota del fiestón al que asistió la pareja real en su viaje a México de 1975, donde su transatlántico el "Brittannia", echó anclas en las paradisíacas aguas del sur de Puerto Vallarta cerca de Mismaloya, y al que se bajaron para asistir junto con su séquito, invitados por un conocido rico empresario tapatío que tenía una magnífica y exótica propiedad al cobijo de una inmensa palapa mirando al vasto océano Pacífico.
Obvio ese día para recibir a la reina y al príncipe Felipe se transportaron los finos vinos y champañas desde la capital mexicana, el mejor tequila exclusivo del patrón fue llevado hasta aquella entonces remota costa. Se sirvieron estupendos buffets de pescados, mariscos y las viandas tropicales más exquisitas imaginables. Fue un evento muy sonado de aquella época en lo que era un pintoresco pueblo que poco a poco fue convertido en una ciudad devorada por la ambición, por la corrupción tan propia, tan constante y rampante del saqueado estado de Jalisco.
Se dice que el príncipe gozó con la música y el entretenimiento que se presentó e igualmente se impresionó con las bellas mujeres tapatías que asistieron al evento emocionadas, engalanadas y pispiretas, siendo entrenados todos los asistentes para acatar el protocolo real al enfilarse la concurrencia para saludar a tales "ilustres invitados".
En fin, que esperamos esas fatuas tradiciones de encumbramiento sin ningún propósito de verdadera humanidad, pronto lleguen a su fin.