Aunque su proyecto ideológico no tenga una línea precisa, la alianza del PRI, el PAN y el PRD, ante las elecciones legislativas de 2021, tiene un enemigo común: la gran mayoría que apoya a López Obrador en la Cámara de Diputados y los altos índices de aprobación que tiene el presidente, según las encuestas. Esto podría convertirse en una barrera infranqueable. Sin embargo, esta negociación fue un paso en la dirección correcta para resolver el problema de la fragmentación política que sufrimos.

La alianza se presentará, en las elecciones intermedias de 2021, en 158 de los 300 distritos electorales, encabezada por el Partido Acción Nacional (PAN) en 61 de ellos, por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) en 53 y por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) en 44.

El peligro para la democracia mexicana es tanto la fragmentación extrema de los partidos como la enorme concentración de poder en el Ejecutivo. Se requiere un nuevo modelo general de equilibrio en el sistema político mexicano. Ante las combinaciones peligrosas de autoritarismos y populismos en el mundo, los ciudadanos y los partidos debemos cuidar las democracias.

En la alianza que se plantea no hay una convergencia ideológica ni de programas, su razón de ser es que Morena y sus aliados no tengan, en la Cámara de Diputados, una mayoría tan aplastante como la actual.

Los resultados electorales del 2021 podrían poner en el centro del debate la narrativa del “regreso” del PRI, el PAN y el PRD. Tanto porque podrán haber recuperado juntos la mayoría en la Cámara de Diputados, como algunos estados y municipios emblemáticos.

Sin embargo, ante la complejidad del escenario donde se desarrollará la contienda durante los próximos meses, es imposible prever las condiciones en que el electorado mexicano decidirá, en última instancia, quién deberá conducir al país en el siguiente sexenio. Es todavía muy pronto para saberlo.

En México y otros países, como España, la historia de la alternancia democrática todavía es muy joven. En cambio, en Estados Unidos, y naciones con un desarrollo democrático más añejo, los relevos de gobierno entre los principales partidos son naturalmente frecuentes.

Pero, en cualquier parte, la experiencia de la alternancia ha dado pie a uno de los géneros narrativos más interesantes en términos político-mediáticos: el regreso de los partidos que habían sido destronados.

El concepto del regreso al poder implica una serie de cualidades positivas: la capacidad de superar la adversidad; una disposición para aprender de los errores pasados y mejorar; la virtud de procesar diferencias internas para presentar un frente unido; y, sobre todo, la habilidad para seleccionar a un auténtico líder, que encarne los mejores valores del partido y las aspiraciones del electorado que se identifica con él.

Por supuesto, también trae consigo los atributos negativos de la competencia política: el desgaste que implica para el partido en el gobierno el ejercicio del poder; los errores electorales de los adversarios; la fragmentación de las fuerzas opositoras; y una incapacidad para proyectar liderazgo por parte de los candidatos rivales.

Adam Nagourney, el reconocido periodista del New York Times, comentaba hace algunos años dos escenarios que pueden conducir a un regreso político. El primero sería de tipo “negativo”, cuando un partido gana básicamente por las fallas de los oponentes. Por su parte, el segundo tendría un carácter más “positivo”, ya que se basa en una verdadera capacidad para adecuarse a las nuevas condiciones del entorno, y en la ventaja de contar con un candidato capaz de ejercer un liderazgo eficaz.

Existen dos casos que pueden ilustrar estas alternativas: el triunfo de José Luis Rodríguez Zapatero y el PSOE en las elecciones españolas del 14 de marzo de 2004, y el de Bill Clinton y el Partido Demócrata en los comicios estadounidenses de noviembre de 1992.

El regreso del PSOE al Palacio de la Moncloa ha sido una de las historias políticas más controvertidas. A unas semanas de las elecciones, la mayoría de las encuestas daban como un hecho la reelección de Mariano Rajoy, candidato apoyado por el presidente José María Aznar, del entonces gobernante Partido Popular. Tres días antes de la votación, los atentados terroristas del 11 de marzo en Madrid cambiaron todo el panorama. A la fecha no existe un consenso sobre lo que pasó, pero algunos estudios indican que las cuestionadas reacciones de la administración Aznar frente a la crisis fueron lo que motivó una mayor participación de electores de “izquierda” a favor al PSOE. Ese aumento, que se calcula pudo alcanzar un 8%, le habría dado la victoria a Rodríguez Zapatero.

En el caso de Bill Clinton, el regreso del Partido Demócrata a la Casa Blanca se dio tras doce largos años en la oposición. Las tres derrotas consecutivas que sufrieron, a manos de Ronald Reagan y George Bush padre, los convencieron de que tenían que replantear fundamentalmente las posturas tradicionales con las que los electores asociaban a los demócratas. Con base en una plataforma enfocada en la preocupación principal de los ciudadanos — ¡es la economía, estúpido!— y un gran carisma, Clinton logró llevar a su partido hacia el centro del espectro político para recuperar el poder en 1992.

Como señala Nagourney, la historia demuestra que los partidos que logran adaptarse mejor a los cambios, y desarrollar propuestas electorales relevantes y viables para los electores, son los que tienen mayores posibilidades no sólo de volver a ejercer el gobierno, sino de mantenerlo por largos periodos de tiempo. La historia indica que, para lograrlo, también es esencial contar con un candidato que encarne las nuevas ideas del partido; o, cuando menos, que sea capaz de “re-empaquetar” eficazmente las mismas propuestas de siempre.

En México, durante los próximos tres años vamos a poder comprobar cuál de nuestros principales partidos políticos es capaz de entender mejor los profundos cambios que están ocurriendo en nuestro país y el resto del mundo. El que lo haga, y desarrolle la mejor agenda de gobierno como base para una oferta electoral atractiva y factible, tendrá la ventaja. Sobre todo, el que logre contar con el candidato más sólido en 2024 es el que seguramente estará en camino de llegar a Palacio Nacional. Pero no vale la pena adelantar vísperas. Primero habrá que pasar por la aduana de la elección del 2021.