De acuerdo a lo expresado hace unos dias por Ricardo Monreal, coordinador de la bancada de Morena en el Senado de la República, el debate legislativo en torno a la reforma a la Ley General del Trabajo y la Ley del IMSS en relación con el outsourcing tendrá lugar una vez concluidos los comicios del 6 de junio.
Celebro la decisión del senador morenista pues dará a los electores la ocasión para pronunciarse en el momento de la renovación de la Cámara de Diputados.
Sin embargo, en vistas del compromiso público hecho por el presidente López Obrador en torno a la regulación y/o eliminación de la figura del outsourcing, así como de las declaraciones de Luisa María Alcalde, se dará inevitablemente un intento de reforma. En este sentido, si bien es verdad que el outsourcing ha sido empleado abusivamente por un ingente número de empleadores en México, resulta cuestionable lo que el presidente y sus aliados concluirán en el Congreso.
A lo largo del gobierno de AMLO, las reformas legislativas hechas por Morena, si bien pudiesen sonar bien intencionadas y conducentes a servir el interés general, han carecido de estudios concienzudos en torno a sus resultados de política pública.
Por el contrario, han obedecido a criterios políticos, y no así a estimaciones basadas en evidencia empírica. La contrarreforma educativa de 2019, la cancelación del nuevo aeropuerto y la suspensión de facto de la reforma energética son un puñado de ejemplos de decisiones que han golpeado duramente a la economía, y que han surgido de criterios ideológicos de corte populista.
Si bien es legítimo – y una obligación del Estado mexicano- velar por el derecho de los trabajadores, los legisladores deberán realizar un profundo ejercicio de auscultación en torno a las posibles consecuencias de la regulación y/o eliminación del outsourcing. En el mejor de los casos, los millones de mexicanos empleados bajo este esquema podrían gozar de derechos que ahora son privativos. Eso habría de celebrarse. Sin embargo, la reforma a las normas laborales y las nuevas exigencias impuestas a los empleadores podrían traducirse en pérdida de competitividad de las empresas, y a la postre, en el despido de los empleados.
En suma, AMLO, la secretaria Alcalde y los responsables del diseño de la reforma deberán operar con bisturí como si se tratase de una intervención a corazón abierto, pues México no soportaría cambios de tal envergadura sin los más profundos estudios en torno a sus resultados.
Dejémoslo en manos de los expertos en materia laboral, y en verdaderos conocedores del comportamiento de las empresas en México.
Cualquier otro rumbo podría resultar sobremanera perjudicial para millones de trabajadores mexicanos.