Andrés Manuel López Obrador ganó las elecciones de 2018 con el 53.19% de los votos: un suceso inédito en la historia del México democrático, si consideramos el inicio de este periodo con la pérdida por parte del PRI de la mayoría en la Cámara de Diputados en 1997, la creación del otrora Instituto Federal Electoral y con el triunfo de Vicente Fox en 2000. No obstante el carisma del ex gobernador de Guanajuato, y las emociones que provocaba con su peculiar modo de vestir y hablar, Fox —a diferencia de AMLO— no alcanzó la mayoría absoluta. En otras palabras, con excepción del actual presidente de México, todos los presidentes desde Carlos Salinas de Gortari hubiesen tenido que disputar una segunda vuelta electoral si esta normatividad existiera en nuestro marco constitucional.

El gran carisma de López Obrador y su extraordinario genio comunicativo le permitieron sobrevivir políticamente a los fracasos electorales en su natal Tabasco, al descrédito masivo tras el cierre del Paseo de la Reforma en 2006 y al espectáculo que fue montado en el Zócalo de la capital. Más tarde, en 2012, López Obrador fue capaz de recuperar la credibilidad perdida, y se convirtió en el segundo candidato más votado en los comicios, con números mayores a los de la candidata del entonces partido oficial: una hazaña nada desdeñable en el contexto de su pasado desprestigio y de las pugnas al interior del PRD. El candidato vino de atrás y superó al PAN, lo que vaticinaba —si no cometía errores como el de 2006— su elección como presidente de México en 2018.

AMLO indudablemente será recordado por la historia como el gran político mexicano de inicios del siglo XXI; un presidente con un estilo único de gobernar caracterizado por una fortísima presencia mediática derivada de sus conferencias de prensa matutinas, conocidas como las mañaneras.

La presencia por más de una hora de un jefe de Estado o gobierno en la televisión es ajena a las democracias modernas, y mismo, a los presidentes que le antecedieron a la cabeza del poder ejecutivo. Quizá el Aló presidente del fallecido Hugo Chávez, o algunos otros ejemplos latinoamericanos, podría asemejarse a las conferencias del presidente mexicano (mismo si solamente era transmitido en Venezuela los domingos por la mañana)

La mayoría de los mexicanos que miran las mañaneras no buscan enterarse de las labores de gobierno, ni del estado de la economía, sino escuchar al presidente en un vaivén de lecciones morales, citaciones evangélicas y embates contra algún medio de comunicación, reportero, opositor político o intelectual.

A pesar de la crisis económica, el desempleo y el alza en los índices de inseguridad, López Obrador goza —aún— de una alta popularidad, derivada, en gran medida, de sus apariciones diarias en las mañaneras. Estos espacios televisivos monótonos y repetitivos (con ese color guinda de Morena que inunda el plató, y esos personajes de la historia de México que nos recuerdan los libros de primaria) han permitido al presidente sortear, en términos de sus niveles de aceptación, las crisis transversales que impactan su gobierno.

En suma, mientras jefes de Estado y de gobierno ven caer estrepitosamente sus niveles de aceptación como consecuencia cuasi natural de un desafortunado manejo general de la pandemia, López Obrador sobrevive políticamente a la mayor crisis del México contemporáneo.

Quizá veremos pronto a Emmanuel Macron transmitir diariamente una matinée desde el Palacio del Elíseo o a Donald Trump un Good morning America desde la Casa Blanca. Algo podrían aprender del macuspano.