El día de ayer, 27 de enero, el mundo conmemoró una edición más del Día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto. Un importante número de líderes mundiales se sumaron al recuerdo de los atroces acontecimientos que tuvieron lugar de 1939 a 1945 en la Alemania nazi y en los países ocupados durante la Segunda Guerra Mundial.
En esta tesitura, sugiero la lectura de la obra “The Righteous” del célebre historiador británico Martin Gilbert. En ella, el autor narra las extraordinarias acciones de hombres y mujeres, quienes, mismo frente el temor de ser denunciados ante los nazis o ante sus propias autoridades nacionales, arriesgaron heroicamente sus vidas para salvar de la muerte a miles de perseguidos por parte del régimen de Adolfo Hitler y de sus dictadorzuelos satélites.
Esta conmemoración echa raíces en una resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas de 2005. A partir de entonces, el concierto de las naciones ha reivindicado su compromiso por luchar contra el racismo, la xenofobia, la exclusión y la división social por motivos de raza, religión o etnia. Para ello, algunos Estados han reformado su derecho vigente, con miras al endurecimiento de las penas infligidas a aquellos que demuestren públicamente expresiones racistas o xenófobas.
Desafortunadamente, la desigualdad económica, la pérdida de oportunidades de empleo, la exacerbación de la pobreza – ahora más acuciante derivada del impacto global de la pandemia- han propiciado el resurgimiento de nacionalismos agresivos que amenazan con la desestabilización de los regímenes democráticos. En este tenor, partidos de extrema derecha en Europa, como Vox en España o el Rassemblement National en Francia, han ganado terreno político mediante narrativas conducentes a azuzar a los olvidados de la globalización.
En casos más conocidos, la victoria de Donald Trump en los Estados Unidos en 2016, y la realidad de que más de 70 millones de estadounidenses hayan optado por su continuidad en noviembre del año pasado trasluce una descomposición racial que emula los peores momentos del fascismo del siglo XX.
En México, si bien no existe un partido político que propugne el nacionalismo étnico o regional, sí que sufre de un racismo endémico que ha lacerado a nuestra nación desde tiempos coloniales. A la luz de serios estudios recientes, el color de la piel determina en buena medida las posibilidades de éxito profesional en nuestro país, así como el trato general por parte de nuestros connacionales.
En este tenor, si bien el Estado es incapaz de resolver las problemáticas surgidas del racismo en la esfera privada, sí que debe poner en marcha políticas que coadyuven a prevenir la discriminación en la esfera pública, con el propósito de que ningún mexicano sufra de tratos discriminatorios por su condición de raza o preferencia sexual; ello mediante decretos, leyes y otras disposiciones de carácter general.
Finalmente, me refiero a un gran mexicano: Gilberto Bosques. Este diplomático ocupa un lugar prominente en la lista de grandes hombres en nuestra historia contemporánea. Durante su gestión como cónsul general de México en un puñado de ciudades francesas durante la ocupación alemana, el diplomático y periodista realizó una destacada labor en favor de los exiliados españoles que huían de la persecución franquista, así como a judíos y gitanos que buscaban refugio lejos de las acechanzas de los nazis.
Gilberto Bosques ha sido considerado, tras su admirable labor en Francia, como “Justo entre las Naciones” distinción que comparte con otros grandes personajes como el alemán Oskar Schindler.
Así ha sido reconocido por el Estado de Israel. La vida de Gilberto Bosques personifica el papel de México durante los más aciagos momentos del siglo XX.
Su nombre y legado deben ser recordados por todos.