Él, que no tenía dinero, siempre sí tuvo algo que dar. Más allá de lo evidente, de su innegable trascendencia en el mundo de la música y el negocio del espectáculo, quien aseguraba contoneándose que no había nacido par amar, vivió para constatar su equivocación: multitudes aquí y allá habían nacido para él. Y se le entregaron una y otra vez reiterándole hasta el cansancio que no solamente él los había querido.
El mundo de los amores correspondidos debería ostentar en lo alto del umbral el nombre de Juan Gabriel en letras luminosas de colores pastel. Ya quien quiera entrarle es bajo su propio riesgo. Cada vez que suplicaba que miraran su soledad y explicaba que no le sentaba nada bien, legiones de adoradores en el mundo caían a sus pies.
El hijo prófugo de Parácuaro, que vivió mendigando el amor de su madre, que se formó en las calles de la frontera norte, a quien el hambre parecía no hacerle mella a la hora de seguir soñando deja, además de un legado de más de un millar de composiciones, una lección de perseverancia fuera de serie: las batallas más cruentas se ganan a veces sin violentar al enemigo.
Alberto Aguilera Valadés lograba reunir miles de personas de todas las clases sociales, económicas, credos, posiciones políticas y morales, a sus pies, enajenados, delirantes, festejando sus movimientos delicados y provocadores, coreando a gritos sus canciones, llorando, moviendo, excitando.
Postulantes inmaculados de doctrinas que lo denostaban a él, a sus inclinaciones y a sus decisiones personales levantaban la servilleta y le daban vuelo sobre sus cabezas acompañándolo a jotear en un delicioso delirio que Juanga presidía desde el escenario. Estos mismos personajes aprobaron y abarrotaron su presentación en la máxima casa de las artes del país, a donde los cantantes populares hasta entonces tenían vedado el acceso.
Desde Bellas Artes, el último Divo sonreía con satisfacción: el camino desde Lecumberri había tomado la carretera escénica, vía Juárez, vía Garibaldi, el Blanquita, los coros grabados, las disqueras todopoderosas, las estaciones de radio, los antros inmundos de Juárez, las banquetas como lecho de noche, el desamor tan llorado, la madre ausente, el amor al que persiguió constante. Demasiadas estaciones, un destino: Metro Bellas Artes.
Hay seres que viven mirado hacia adelante, persiguiendo obstinadamente sus sueños hasta tenerlos en las manos y hay quienes al conseguirlos continúan perfeccionándolos, como si no estuvieran ya inmersos en ellos, siguen ambientándolos, agregando elementos como arquitectos barrocos construyendo su propia catedral.
El rococó del edificio de Juanga se yergue orgulloso ante las buenas y las malas conciencias como el bastión desde el cual deshojó sus margaritas sin agredir, sin golpes bajos que asestar, hermético y sabio, refrendando ante todos su muy personal manera de vivir, de sentir y de actuar, abriendo desde su arte muy particular, puertas que el razonamiento más crudo, el grito más desesperado y el golpe más feroz han visto cerradas e inamovibles, sin indicios de solución.
El hombre con la sensibilidad más notoria del país no pudo sino morir afectado del corazón. El hombre que doblegó prejuicios embistiendo como un toro desde las agallas de la fragilidad concluyó su paseíllo por estos lares. Partidarios o no de su lírica, nos queda la contundencia de su frase: “Lo que se ve no se juzga” y ahí está: un mundo llorando su partida. Y lo que nos queda es tararear en las plazas públicas, a la mitad del campo, en la inevitable soledad de las grandes ciudades o en la intimidad del automóvil en medio del tránsito: “Abrázame que el tiempo pasa y ese no se detiene, abrázame muy fuerte amor que el tiempo en contra viene, ha hecho estragos en mi gente como en mi persona, abrázame muy fuerte”…