Era esperable que, en su afán transformador, el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador y su representación parlamentaria se enfocaran en el tema de los órganos autónomos, esta ocasión a través de la iniciativa de reforma constitucional para desaparecer al Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), la Comisión Federal de Competencia Económica (COFECE) y la Comisión Reguladora de Energía, que presentó el senador Ricardo Monreal y recibió el visto bueno de López Obrador.

Durante el sexenio anterior no se profundizó el debate al respecto; las llamadas reformas estructurales de Enrique Peña Nieto, que incluyeron la autonomía del IFT y la COFECE, no tuvieron ni la discusión ni los consensos suficientes para dotarlas de esa decisión de plena legitimidad y viabilidad. En ese momento no hubo apertura para analizar si el modelo de los órganos autónomos seguía siendo válido, o si ya se había desgastado y convertido en un cliché que entroniza a “los ciudadanos” y sataniza a los gobiernos.

Muchos desconfiamos de la utopía de “los ciudadanos” como fuente de pureza y legitimidad, porque todos los ciudadanos, en tanto actores sociales determinados por su circunstancia, están expuestos a múltiples relaciones que, necesariamente, los condicionan y determinan. La autonomía constitucional también amerita una revisión a fondo, para encontrar la forma de hacerla funcional a las necesidades de la economía y la sociedad. La autonomía no necesariamente significa neutralidad u objetividad; autonomía del gobierno y respaldo del Estado, no necesariamente implica órganos autónomos fuertes, porque, más allá de la teoría política, el Estado no siempre es ágil y actuante, mientras que los gobiernos y los poderes fácticos sí lo son y pueden capturar, como lo han hecho, a los órganos como el IFT y la COFECE.

En el caso del IFT, por más autonomía que ha tenido, nunca pudo controlar a concesionarios como Televisa, TV Azteca, Telcel, entre otros, los cuales siguen imponiendo sus condiciones preponderantes, monopólicas y, por lo tanto, abusivas, en detrimento de usuarios y audiencias. La COFECE, por el estilo, difícilmente ha incidido en la competencia económica, a juzgar por la imparable acumulación y concentración de riqueza, mercados y privilegios.

En algunos casos simbólicos, como la incursión de las grandes televisoras en el mercado de la televisión por cable o por satélite, el IFT lució débil y abandonado a su suerte, permitiendo así que los grandes consorcios mantuvieran sus posiciones. De ahí que muchas voces se preguntaron dónde estaba la supuesta fuerza del Estado para arropar al IFT; y otras voces plantearon que si el IFT fuera un organismo del gobierno tendría más fuerza. Desde luego, muchos vieron en ese y otros casos la colusión y corrupción de altos funcionarios del gobierno y no pocos miembros del propio IFT y en las salas especializadas del Poder Judicial.

En cuanto a los “consejeros ciudadanos” que gobiernan los órganos autónomos, pronto el problema de su designación se resolvió, previsible y desafortunadamente, a través de las cuotas y las complicidades, de tal forma que la independencia y neutralidad de los consejeros se subordinó a los intereses de los partidos políticos, los poderes fácticos involucrados y los proyectos que en la materia se impulsaban desde el gobierno.

Por eso, la iniciativa de desaparecer al IFT, a la COFECE y a la CRE, debe debatirse y documentarse a fondo. De entrada, no estoy de acuerdo con el argumento de la austeridad para fusionar a los órganos reguladores en un solo instituto, porque la función reguladora del Estado es estratégica y no se debería regatear en ello. Lo que sí debe examinarse de forma exhaustiva es la viabilidad del modelo de autonomías constitucionales y la presunta intachabilidad de “los ciudadanos”.

Esos consejeros ciudadanos fueron convirtiéndose en una casta que, basada en los más duros principios de la tecnocracia, pronto desvirtuaron la idea del ciudadano imparcial, promedio, para establecer una estrecha puerta de entrada basada en los conocimientos ultraespecializados, de tal forma que, en el afán de consolidar el club privado, los impulsó a buscar alianzas con los propios partidos políticos y los poderes fácticos. Incluso, se volvieron omniscientes, como, entre otros, el caso de Jacqueline Peschard, quien permaneció décadas en el IFE, el IFAI, el Sistema Nacional Anticorrupción, etc.

Sin embargo, el problema de la regulación de mercados, de servicios, de sectores, debe resolverse de forma inmediata, eficiente y democrática, si queremos garantizar el mejor uso de los bienes públicos, como el espectro radioeléctrico, las minas, el agua, el aire, las vías terrestres. El objetivo fundamental de la regulación debe enfocarse en el correcto funcionamiento de la economía, en la competencia funcional que optimice y democratice los mercados y persiga la concentración abrumadora.

En la actual coyuntura, es bienvenida la revisión de la doctrina de los órganos autónomos y la ciudadanización, sin que las inercias de la disputa político-ideológica lleve las decisiones al otro extremo; es decir, sin que se caiga en la tentación de entregar todos los hilos de la regulación y el arbitraje al Ejecutivo, o peor aún, a una oscura oficina en una no menos oscura secretaría. La puerta está abierta y ojalá que lo único preponderante sea la imaginación política y la inclusión democrática.