A Pedro Héctor Arellano Aguilar
Le decían Don Pillo, era el sacristán de la iglesia de San Francisco de Asís en Atlamajac, cerca de Tlapa, Guerrero. Estaba acostado y visiblemente deprimido. Se había rapado y tenía un lazo de ixtle atado a la cintura, dijo que estaba haciendo ayuno y el lazo le recordaba que no debía comer. Tenía lágrimas en los ojos cuando se despidió de nosotros. Me regaló su sombrero, era negro, de terciopelo estilo texano. Extraño que en el calor guerrerense se utilice ese tipo de sombreros pero Don Pillo era fiel a las costumbres (incluso a las más recientes) y me puso el sombrero en la cabeza.
Apenas mis prominentes orejas alcanzaron a detenerlo. Yo tenía 15 años de edad y Don Pillo se preparaba para morir. Nunca había visto la vejez de un indígena. Sus ojos estaban cubiertos con una ligera capa blanquizca, quizá cataratas. Extendió su mano y sentí la piel callosa, dedos gruesos, de aquellos que han palpado la tierra y la han trabajado. Respondí al apretón de manos con la misma intensidad. Su mano parecía inabarcable por la mía. No volví a verlo aunque volví a Atlamajac en repetidas ocasiones. Había también un niño, de nombre Usi, que era travieso y enérgico. Los nombres extraños despiertan en mí cierta fascinación porque son encarnaciones de seres únicos; los nombres tradicionales me despiertan reverencia porque son encarnaciones de todos los seres. Usi me tomaba de la mano y caminábamos por horas, a veces, cuando se aburría, se sacaba la chancleta derecha y la arrojaba lejos, inmediatamente iba corriendo por ella y regresaba al mismo punto de partida para repetir la acción. Se reía de una forma espectacular y solamente ensombrecía el gesto cuando le preguntabas por su padre: “Del otro lado”, era la respuesta ensayada y cambiaba de tema o volvía a arrojar la chancleta para desaparecer, por un ratito, del dolor de la conversación. ¿Qué quieres ser cuando seas grande?, no sé, decía, quiero irme al otro lado.
Años después, en Llano Colorado, en la Mixteca Oaxaqueña, una niña pequeña se asomaba a la cocina de su mamá para verme, en cuanto volteaba ella se escondía. Se llamaba Jennifer y era introvertida. Nos hicimos buenos amigos como se hacen las buenas amistades que poco se hablan y todo se dicen. Tenía ojos grandes y el corazón todavía más grande. La siguiente vez que volví a Llano Colorado, Jennifer tenía los ojos ligeramente apagados y un gorro tejido le cubría la cabeza. Jennifer tenía leucemia. Su madre lloró conmigo, su padre también, su abuelo estaba ahí, entero pero destrozado. Tenían que viajar horas, por caminos sin pavimentar, para llegar a un hospital donde recibiera el tratamiento apropiado. Ella se desesperaba, lloraba. Le dije que todo estaría bien y le prometí que un día evitaría que a más niños y niñas les pasara la “cosa fea”. Se encogió de hombros y arrojó un suspiro al infinito. Meses más tarde, por noviembre, le llamé a su padre. Ya no está con nosotros, me dijo.
Hace poco recibí otra llamada, era Valentín informándome que Reyna Ramírez, fundadora de Obreras Insumisas había muerto. Una mujer fuera de este mundo. Trabajó en maquilas clandestinas en Tehuacán hasta que decidió levantar la voz y luchar por los derechos de las obreras. Fue boletinada, acosada, amenazada y agredida al punto que tuvo que irse del país. Cuando volvió a México decidió integrarse, junto con su organización, al proyecto que en ese entonces tuve el privilegio de coordinar. Era sencilla y poderosa, su tamaño era muestra de que el coraje es ilimitado. Vivía con humor y sabiduría su lucha. Entendía su alcance. Entendía que era imparable porque luchaba por la justicia.
El martes primero de septiembre llamó mi madre, en una rápida llamada me dijo que mi tío había fallecido. Pedro Héctor Arellano Aguilar era un personaje único. Un misterio para mí. Al volver de África lo fui a ver, le dije lo que quería hacer y en silencio escuchaba. Después me dio tres consejos. El tiempo no parecía afectar su apariencia, siempre con pantalón de vestir, chaleco tejido y saco. Me veía con sus ojos claros y parecía entender perfectamente. Era un hombre corpulento, robusto y con poco cabello. Difícilmente alguien pensaría en nuestro parentesco si basara la similitud en rasgos físicos. Cuando recibí, por medio de Adalberto Saviñón, numerosos pésames, descubrí que había sido un don para la comunidad, un apóstol que prefirió servir y ayudar. Se dio a los demás y se dedicó a dar libertad y a construir la paz en un mundo complicado, desde lo religioso, lo penitenciario, lo social, entendió que la lucha principal era por la dignidad de las personas. Fue el regalo que, involuntariamente, mis abuelos y su descendencia, le dieron al mundo.
Tengo la esperanza que Don Pillo, Jennifer, Reyna y él estén conversando sobre mí. Ya sé que es egoísta pero dentro del dolor de las ausencias queda la esperanza de honrar esas vidas que tanto sembraron y tanto me marcaron. Dentro del dolor de la ausencia espero cumplir las promesas que hice. Cada día parece aumentar el grupo celestial de trabajo que sigue mis pasos y a quienes llevo como maestros y maestras de amor, lucha y camino.