Alexis de Tocqueville, pensador francés del siglo XIX, no hubiese quizá imaginado que en las primeras décadas del XXI un presidente estadounidense intentaría boicotear el proceso de elección presidencial, en una clara voluntad de subvertir la democracia en los Estados Unidos. Ayer el Colegio Electoral, reunido separadamente en las cincuenta capitales de las entidades federativas, votó formalmente por Joe Biden como el cuadragésimo sexto presidente de nuestro vecino del norte.

La votación del Colegio Electoral, y el conteo final que tendrá lugar en Washington durante los primeros días del próximo año, carecerían de relevancia política si el presidente Donald Trump no hubiese hecho uso de todos los medios a su alcance para revertir los resultados, bajo el argumento de un supuesto fraude electoral. Inicialmente, presentó una serie de recursos legales ante las cortes supremas de los estados bisagra que favorecieron a Biden con el voto popular. Ante la desestimación de los alegatos por parte de los órganos jurisdiccionales, Trump recurrió a medios ajenos al espíritu democrático, tales como el chantaje y el amedrentamiento, con el propósito de que los electores designados por las cámaras locales fuesen leales al presidente y le concedieran ilegítimamente un segundo mandato en la Casa Blanca.

Sin embargo, la fortaleza de las instituciones políticas estadounidenses, entendida ésta como la bicentenaria cultura de la legalidad y el espíritu de servicio de los funcionarios locales de ambos partidos, hizo posible que Biden fuese confirmado con los votos electorales necesarios para alcanzar la presidencia.

Ahora miremos hacia nuestro país. En México el presidente López Obrador desconoció el fallo del Tribunal Electoral en 2006, y recurrió a los mismos artilugios legales en 2012 para descarrilar la victoria de Enrique Peña Nieto. Ahora, como residente de Palacio Nacional, no ha escatimado en demeritar las labores del Instituto Nacional Electoral, y ha denostado numerosas veces las instituciones democráticas que le permitieron alzarse con la victoria en 2018.

¿Qué veremos en 2021? Si las tendencias favorecen a su partido para conservar la mayoría en la Cámara de Diputados, el presidente guardará silencio, pero si la oposición amenaza con arrebatar el control de la Cámara baja, López Obrador saldrá nuevamente a anticipar un fraude electoral.

La democracia estadounidense ha ganado la batalla contra el populismo. México, por el contrario, parece sucumbir frente al desenfreno presidencial, ante sus caprichos y de cara a la centralización del poder. López Obrador ha debilitado a las instituciones del Estado, tales como los organismos autónomos y ha impulsado –con éxito- reformas constitucionales afines a su narrativa política. En noticias de los últimos días, el Banco de México, institución autónoma por antonomasia, ha expresado, a través de sus dirigentes, su rechazo a la iniciativa de ley aprobada recientemente por la Cámara de Senadores, pues atenta, según arguyen, contra la autonomía del banco central.

En suma, México y Estados Unidos han compartido el destino de ser dirigidos por dos demagogos: uno neoyorquino y el otro macuspano. Sin embargo, la democracia en América (obra insigne del gran Tocqueville) ha librado la batalla, mientras que la mayoría de los mexicanos continúa obnubilada por el carisma y por el extraordinario talento comunicativo del presidente López Obrador. Miremos hacia el norte… pues algo podremos aún aprender.