Nuestro país tiene una relación complicada con la deuda pública. Jorge Fernández Ruiz, especialista en el tema, nos recuerda que sólo tres años después de que México se fundó como país independiente, en 1824, se contrajo deuda externa en libras esterlinas. En 1825 se obtuvo un segundo préstamo, y el accidentado siglo XIX, con sus cuartelazos y dislates, vio crecer una deuda que rara vez se pagaba a tiempo, y por ende se pagaba más cara, y que sólo servía para costear las pugnas de quienes se hacían, fugazmente, del poder político. Quiero resaltar este punto, porque la deuda pública puede ser considerada como una herramienta, hasta indispensable, del desarrollo de los pueblos, puesto que permite la inversión de gran calado en infraestructura, fortalecimiento de servicios públicos o estímulos empresariales cuando la riqueza nacional es apenas incipiente. Sin embargo, en el México recién fundado no se utilizó para eso, y no deja de ser curioso que tengamos la tradición histórica de la utilización irresponsable de los recursos provenientes de empréstitos. Aunque durante el porfiriato sí se realizaron los manejos políticos necesarios para equilibrar las finanzas, la motivación ulterior fue la de contraer más deuda, que se utilizó, primero para subsidiar a las empresas extranjeras que construyeron los ferrocarriles, y después para comprárselos, lo que de facto redundó en un doble pago por esos bienes nacionales. Aunque durante el siglo XX hubo un largo periodo de relativa estabilidad en términos de endeudamiento (los años del milagro mexicano), a partir de los años 70, nuestro país no pudo sustraerse de la crisis de deuda que azotó a toda Latinoamérica. Lo cierto es que las épocas de prosperidad ocultaban contradicciones que terminaron pasándole la factura a las siguientes generaciones, puesto que seguía siendo el gobierno quien financiaba muchas aristas de una economía que no tenía ni las dimensiones ni la madurez suficiente para crecer por sí misma. El final de esa historia, lo sabemos, fue trágico: colapso económico incontrolable, inflación desmedida (de más del 100% anual, consistentemente durante la década de los 80), arrebatos estatistas inútiles (control de precios) o contraproducentes (nacionalización de la banca), y una profunda desconfianza de los economistas hacia los políticos. Revisando las cifras y las prospectivas económicas de los organismos internacionales sobre varios países que han sido golpeados de forma fatal por la pandemia (pienso primero en los de nuestra región, Latinoamérica y El Caribe, pero también en algunos asiáticos pequeños y en los miembros incómodos de la Unión Europea), lo que se vislumbra en el horizonte es una posible moratoria generalizada, donde los recursos y créditos dejarán de fluir hacia países que usualmente eran apuestas seguras. También un encarecimiento radical del dinero y un margen de maniobra muy reducido para los gobiernos de los países deudores. Argentina está gastando 5.5% de su PIB (vía deuda) en tratar de mitigar los efectos de la pandemia; Brasil el 11.5% del suyo; el Ecuador ha obtenido fondos del FMI de 6,500 millones de dólares. Es una situación grave, y se entiende. Los países tienen que hacer frente, en primera instancia, a la insuficiencia de sus sistemas de salud, pero también están utilizando esos recursos en otros gastos que no tendrán ningún retorno sobre inversión. Tarde o temprano, ese dinero deberá ser pagado, y no está claro cómo puedan hacerlo. Es una ventaja que México se haya mantenido con una política cautelosa para la contratación de nueva deuda. Ese problema, al menos, no lo tendremos en esta ocasión.