Uno de los temas que ya está en la discusión pública a raíz de la crisis del COVID-19, es el de la naturaleza de los órganos e instituciones cuyas opiniones y decisiones tienen alcance internacional, y afectan la vida de todos los habitantes de países enteros, como las empresas calificadoras y el Fondo Monetario Internacional. Este último, fue creado a raíz de los acuerdos de los países aliados luego de la segunda guerra mundial, para aumentar las posibilidades de una acción coordinada, a nivel global, en la estabilización de los ciclos económicos. El sistema capitalista asume que tanto las recesiones como la inflación son fenómenos naturales en la historia económica de los países, y se supone que intervenciones precisas en las políticas económicas pueden ayudar a mitigar sus efectos. Los países aportan cuotas anuales que luego se convierten, para los países que lo soliciten y sean elegibles, en créditos de cientos o miles de millones de dólares.

Lo primero que llama la atención es que el organismo haya sido creado a raíz del conflicto bélico, y no de la gran depresión de 1929. Esto revela (en parte) la convicción de los economistas neoclásicos de que cuando la crisis es causada por factores netamente económicos, ellos creen que hay que dejar que se equilibre solo, sin intervención alguna. El FMI ha sido criticado durante las últimas décadas porque, durante las diversas crisis que vivieron los países pobres durante las décadas de los 80 y 90, los préstamos fueron condicionados al establecimiento de políticas de apertura comercial agresiva, que disminuían dramáticamente el gasto social, y terminaron profundizando la pobreza y la desigualdad. Se suponía que el efecto inicial de choque sería sucedido por un largo periodo de equilibrio y bienestar. No sucedió, pero como esas crueles enfermedades que sólo se diagnostican en la autopsia, se dieron cuenta luego de 20 años.

No es difícil saber el origen de estas convicciones por parte del gran prestamista. Son los países desarrollados quienes aportan más dinero al organismo, y por ende quienes deciden el tipo de condiciones que deben establecerse para los instrumentos crediticios. En el caso, es la apertura del comercio de los países emergentes o pobres a los productos de los países ricos para que puedan entrar sin obstáculos, y disciplina fiscal para que sin importar lo que suceda, los deudores puedan, antes que nada, pagar su deuda o al menos los intereses.

Sin embargo, es interesante observar que los países desarrollados, sobre todo los de la Europa Central y Escandinavia, además de Inglaterra, por poner solo algunos ejemplos, no han seguido nunca la doctrina de la privatización salvaje de todos los giros y de todas las funciones del Estado, sino principios de economía mixta y un riguroso sistema tributario, que garantiza mayores recursos para los sistemas de asignación de bienes públicos mientras más riqueza sea creada en esos países. Es decir el FMI predicó un doble discurso, porque impuso medidas de choque a los países pobres, y no recomendó nada parecido a los países ricos en los que el Estado mantenía una fuerte rectoría en la política económica y, específicamente, regulatoria y fiscal.

El Fondo Monetario Internacional, y los países desarrollados, están frente a una situación que puede obligarlos a cambiar las reglas del juego, aunque pueden optar por ser más obcecados que nunca, y doblar su apuesta por normalizar la desigualdad. Hace unos días, el organismo publicó un documento de trabajo que comienza por bautizar solemnemente la crisis presente, como The Great Lockdown (el gran encierro). Procede a hacer una prospectiva económica mundial, donde todo el mundo sufrirá una contracción como “nunca se ha visto”. No solo México sale raspado con una contracción de 6.6% en 2020, sino que Alemania recibe un -7.2%, Canadá un -6.2%, y Estados Unidos -5.9%. Pero a todos les va mal.

Llama la atención, empero, que las primeras páginas del documento se dedican a establecer los supuestos que deben asumirse para que esta proyección tenga algún valor aproximativo. Son tantos, que podría ser un caso de estudio sobre la disociación de la economía del mundo real y su dependencia exagerada en modelos auto explicativos, más lúdicos que descriptivos. No exagero, parte de decenas de supuestos desde el precio del petróleo y los tipos de cambio entre monedas, hasta mantenimiento de políticas económicas domésticas de antes de la pandemia. Reconoce, además, que no hay manera de saber si alguno de los supuestos se comprobará en la realidad. Es decir, parte de que luego de levantada la cuarentena, nada cambiará y todos actuarán como si esta no hubiera sucedido. Sería cómico si no fuera porque muchos actores políticos y económicos tomarán este ejercicio de gabinete de economistas perplejos tratando de salvar su trabajo, como una biblia predictiva.

La deuda en la que muchos países están incurriendo a raíz de la pandemia, será acompañada de cartas de intención, donde nos enteraremos si el FMI se comporta como un órgano que persigue la estabilidad económica mundial, o como un acreedor despiadado que por un lado asesina deudores y por otro manda un jamón a los familiares. Ojalá los países y las autoridades de esos organismos se atrevan a pensar fuera de la caja. Hoy no es una invitación a ser innovadores, sino meramente realistas. Porque su realismo económico tradicional es un dogmatismo que hoy no tiene ningún asidero empírico.