La Unión Europea se prepara para aprobar, por amplia mayoría, una norma que permitirá a los gobiernos miembros nacionalizar empresas para garantizar su supervivencia. El término causa escozor entre los economistas bien pensantes, así que vale la pena hacer algunas aclaraciones.

En primer lugar, no se nacionalizan bienes tangibles, sino una industria completa. Los bienes de capital inherentes a esa industria se expropian, como consecuencia necesaria. En el caso mexicano, por ejemplo, Lázaro Cárdenas no nacionalizó “el petróleo” sino la industria petroquímica en todas sus fases del ciclo productivo. Como consecuencia, también, quedaron expropiadas las máquinas, bienes inmuebles, información y todo lo relacionado con ella, antes propiedad de empresas extranjeras.

Lo anterior quiere decir, de entrada, que puede haber expropiación sin nacionalización. En efecto, las constituciones suelen tener previsiones para que el Estado pueda expropiar un bien por causa de utilidad pública, debidamente justificada y mediante indemnización al anterior propietario. Esto ocurre, por ejemplo, cuando un terreno se cruza en un tramo de planeación carretera. Cabe mencionar que a diferencia de la extinción de dominio, la expropiación no se dirige a bienes relacionados con ninguna actividad ilícita. El propietario original no ha cometido ninguna falta; simplemente se considera inevitable la transmisión de la propiedad a la colectividad, por ser un elemento necesario para lograr un bien mayor (la comunicación que posibilitará la carretera, en nuestro ejemplo).

La puerta que se está abriendo en la Unión Europea (y que Estados Unidos lleva haciendo durante años, por cierto) no es ni una ni otra de las opciones explicadas arriba. Es la autorización para que los gobiernos compren acciones de empresas privadas, a fin de evitar su quiebra y la consiguiente destrucción de empleo. Los economistas ortodoxos tienen mucho miedo de esto, le llaman “tentación proteccionista” y sus convicciones están sesgadas por los axiomas de la escuela neoclásica que es la única que se enseña en las facultades de economía desde hace varias décadas. Están formados para desconfiar de lo público por sistema, y para creer que lo que hace el Estado lo pueden hacer mejor los particulares. Lo malo es que, como todas las teorías económicas, sirven para explicar la realidad en una circunstancia pero no en otra; en este caso, cuando estamos en el umbral de la crisis económica más pronunciada desde 1929, en el mundo entero.

Si estamos en una circunstancia similar (aunque las causas sean otras), valdría la pena leer a los economistas cuyas ideas sirvieron para sacar al mundo de la gran depresión. Específicamente John Maynard Keynes, pero también otros pensadores especializados en explicar las crisis como parte natural de las contradicciones del modelo económico de acumulación de capital, como Keneth Galbraith y Hyman Minsky. Todos ellos, variados en sus temas y con importantes diferencias, nos recuerdan dos cosas: la primera, que las crisis son inevitables en el sistema económico, no anomalías irracionales que deban corregirse con más de lo mismo. La segunda, que en época de depresión económica, los gobiernos y los bancos centrales deben adoptar posiciones mucho más activas en la reactivación económica, porque el mercado ni se resucita solo ni se vacuna solo ante posibles recaídas.

En el caso que nos ocupa, será importante que todo el dinero público que se utilice para ayudar a la inversión privada, sea en forma de adquisición de acciones o en forma de préstamos para garantizar liquidez a la banca múltiple (como los que estableció el Banco de México), sea vigilado de forma permanente para asegurar que llegue a inversiones productivas, y no termine como dividendos a directivos o bonos de fin de año patrocinados por el erario público. Cada crisis hemos aprendido un poco más. La intervención del Estado en estos momentos no es solo deseable, sino inevitable. Debemos usar toda la experiencia adquirida para que el rescate sea de los países, y no del estrato superior únicamente, que a lo largo de la historia ha logrado privatizar las ganancias en tiempos de prosperidad, y socializar las pérdidas en tiempos de austeridad.