Los tiempos que corren son particularmente difíciles para la democracia, un sistema de gobierno que hasta ahora, a pesar de sus insuficiencias, resulta lo más efectivo para garantizar las libertades personales y para poder vivir en una sociedad donde impere la voluntad de la ley y de las instituciones por encima del capricho o del afán autoritario de gobernantes que cada cierto tiempo, se sienten por encima de la gente y pretenden como en la película mexicana que retrató al PRI, todo el poder.
La principal lección de los comicios presidenciales de Estados Unidos es que incluso los más viejos referentes de la democracia liberal van a estar siempre amenazados por quienes, desde adentro, al amparo de las bondades del sistema, se infiltran con el fin de destruir para sus propósitos personales, los cimientos de una de las más gloriosas obras humanas, que nos ha alejado de guerras y revoluciones porque permite conciliar nuestras diferencias, por más profundas que sean, mediante el uso de un instrumento más poderoso que las armas, como es el voto.
La actitud del presidente Donald Trump de insistir en el fraude electoral, a pesar de la evidencia en contrario que marca una competencia justa en la que su adversario Joe Biden resultó ganador, es una característica propia de quienes apuestan a la democracia sólo como la vía para acceder al poder, pero que no están convencidos en respetar sus reglas y en fortalecerla, porque el gen autoritario que llevan dentro se siente limitado por el entramado institucional construido justo para contener cualquier exceso que afecte o ponga en riesgo los derechos de la sociedad.
Trump ganó hace cuatro años al amparo de la libertad del voto que ahora reniega y trata a toda costa de desacreditar. Su impugnación, la de un presidente, no es sólo contra la competencia electoral sino contra todo el régimen democrático norteamericano que con sus peculiaridades, que seguramente tocará revisar y actualizar, está demostrando una amplísima capacidad para procesar pacífica, legal e institucionalmente, la voluntad mayoritaria emanada en las urnas.
Otros personajes autoritarios en el mundo han tenido mejor suerte que el magnate norteamericano que a partir del “martes negro” para el populismo mundial, pasará a la historia de ese país como un hombre compulsivo, un histrión que fue capaz de ganar una elección pero que llevó al país a una vorágine de incertidumbre, de confrontación y de división social, que se volvió en su contra al momento decisivo, cuando la gente pone en la balanza aciertos y errores, donde lo que pesan son siempre los resultados y la capacidad de generar confianza en el futuro.
El discurso, por más retórico o encendido que sea, por más que esté calculado para fidelizar a sus simpatizantes, o para dividir a la sociedad, o para desanimar y linchar a sus adversarios, sirve para ganar elecciones, pero no para mantener el poder. Se necesita, por un lado, rumbo y resultados, y por el otro control político. En México, la 4T tiene una parte, que ha acumulado rápidamente, pero le falta la más importante. Y el control no es algo que se pueda lograr fácilmente o para siempre, porque siempre habrá resistencias generadas en la cultura democrática, sobre todo en países como Estados Unidos.
Así lo ha entendido, por ejemplo, Vladimir Putin, el presidente ruso que llegó al poder por la vía interina (sustituyendo a Boris Yeltsin en 1999) y que se las ha arreglado para estar en la presidencia hasta 2036, pues reformó la constitución para poder reelegirse dos ocasiones más cuando termine su período en 2024. Endorgan en Turquía, Nicolás Maduro en Venezuela, son otros ejemplos de sistemas democráticos capturados por autócratas que utilizan la legalidad electoral como un transporte que los lleva a una posición desde donde empiezan a dinamitar la estructura y los valores democráticos que no se acomodan a sus pretensiones políticas, a su “investidura”, al autoconvencimiento de que son los únicos capaces de gobernar y de salvar a la patria y en ese sentido, también, por qué no decirlo, a sus desvaríos.
México debe estar muy atento en estos tiempos, para evitar los riesgos de que nuestra democracia sea capturada por un proyecto político que cree tener la verdad absoluta, que no escucha opiniones externas, que desecha a los expertos y a la ciencia porque está convencido que sólo lo que ellos piensan, planean y están operando, es lo que el país y la sociedad necesita.
El gobierno tiene todo el derecho de utilizar el presupuesto como mejor le parezca. Nada hay en la ley que diga que no deben hacerse, ni siquiera en tiempos de crisis, obras como la Refinería de Dos Bocas, el Tren Maya, el Aeropuerto de Santa Lucia. En democracia, la responsabilidad de esas acciones, su oportunidad, su inviabilidad o su irresponsabilidad, recaerá en el presidente y en su partido.
Lo que debemos garantizar y defender es la posibilidad de que en las elecciones, la gente, con la misma libertad que eligió a López Obrador en 2018, evalúe y decida. Para eso se necesita que el propio mandatario entienda que ya no estará más en las boletas, que debe sujetarse a las reglas electorales, a las instituciones y a la ley, y que reeditar el 2006 o el berrinche al estilo Trump sólo haría más dolorosa una eventual derrota si los mexicanos deciden que la “transformación” ofrecida sólo dure un período de gobierno, lo que duró la era Trump en el vecino país del norte.