Cada nación, cada cultura y cada persona ha vivido la pandemia del COVID19 de forma muy distinta. Esta experiencia histórica para la humanidad ha puesto de manifiesto un sinfín de elementos que nos muestran la esencia humana y el mundo que hemos construido. Lo que no deja duda es que, si los humanos ya no existiremos más, nada de los que hemos construido tendría sentido. Es una regla básica de la naturaleza buscar la sobrevivencia de la especie más apta al medio, a pesar de todas las adversidades. Los humanos, aunque de corta historia en el planeta, hemos avanzado en el conocimiento de la vida, en las estrategias para sobrevivir y en la búsqueda de todo lo que nos ayude a nuestro bienestar. En este empeño hemos transformado nuestro planeta, hemos creado un sistema económico del que todos dependemos y ha surgido un estilo de vida que busca convencernos de que nuestro paso por el planeta ha valido la pena.
Sin embargo, ante situaciones límite donde la vida de millones puede verse amenazada, donde la desgracia puede arrasarnos, emerge la naturaleza humana con todos sus matices. Vivimos en la privacidad de nuestro cuerpo y de nuestro ser, pero hemos creado una forma de vida basada en el grupo social, en la identidad colectiva, sumergidos en un sistema de creencias pertenecientes a una cultura determinada. Nos debemos los unos a los otros, vivimos más para el grupo que para nosotros mismos y dependemos de ese mundo externo para creer y afirmar que poseemos una identidad y una individualidad. En ese mundo “moderno” nuestra mejor protección es ser parte de la “bola”, a cambio de una identidad prestada, a cambio de un poco de dinero, a cambio de fundir nuestro ser con los demás.
A lo largo de la historia hemos experimentado múltiples situaciones extremas que han puesto a prueba las capacidades para sobrevivir de la especie humana. Hoy día, no tenemos la menor idea de cómo el homo sapiens logró rebasar a otros homínidos y “conquistar” el planeta. Nuestra naturaleza es absolutamente depredadora, pero hemos descubierto que al final como grupo, siempre hemos dependido los unos de los otros.
El ataque de plagas, hambrunas, guerras y en este momento de enfermedad, nos muestra lo lejos que estamos de ser los reyes de la cadena biológica en la que vivimos. Es entonces cuando aflora la esencia humana a golpes de amenazas de nuestra salud y nuestra propia vida. Las amenazas de muerte atacan todas las constelaciones de nuestro ser desde la intimidad de nuestra mente, hasta el mundo social y económico que hemos creado.
Hoy el COVID19 es el enemigo por vencer, el enemigo desconocido, misterioso y letal que nos sorprende sin defensas, por lo que nuestra única opción es replegarse y aguardar el momento correcto para volver a la normalidad. La estrategia defensiva es riesgosa, de alto costo e incierta. Rompe todo el entramado que hemos creado para sobrevivir y lo más importante, nos confronta con nosotros mismos.
La medida defensiva más efectiva contra el enemigo COVID19 es el aislamiento voluntario, el confinamiento en casa y resguardarnos en un rincón seguro para prevenir contagios o evitar exponernos a la infección. Esto conlleva un alto costo a cambio de obtener un mayor beneficio. Si bien se pierde la cadena productiva, acrecienta la obsolescencia y las víctimas económicas, puede ser altamente efectivo para no morir y preservar el futuro, la salud y la oportunidad de cambiar para bien. En este sentido, esta oportunidad permite explorar todas las enseñanzas que la soledad del aislamiento puede traer consigo. La soledad del confinamiento puede exponer lo que para muchos puede ser su peor enemigo, su propio ser, cargado de una abrumadora cascada de pensamientos y emociones que puede hacer que con facilidad sucumbamos al temor y a la incertidumbre del momento. Sin embargo, esta misma soledad puede ofrecer un sano resguardo en el pensamiento espiritual, o bien, en el pensamiento racional. Es entonces donde se descubre que gracias a todo el “ruido” social y económico al que estamos acostumbrados, uno se mantiene alejado de la enorme amenaza que significa descubrirse en lo que soy y lo que no soy.
En este tiempo de distanciamiento y confinamiento voluntario, uno no puede escaparse de sí mismo. No hay tregua, solamente un momento de enfrentarse a la luz y la sombra; evadir, alejarse o abrazar lo que somos, lo que hemos hecho y lo que queremos ser no es suficiente para escapar de su ser.
Habrá quienes busquen estrategias para obtener lo no alcanzado, mirando con optimismo la oportunidad de aprendizaje y cambio. Habrá aquellos que no soportarán la vida con ellos mismos dispuestos a sucumbir ante la fatalidad que amenaza nuestras vidas. Otros tantos podrán negar y bloquear todo con absoluta indiferencia a costa de la salud y de la seguridad de todos, exponiéndose al riesgo de contagio por negar la existencia de la amenaza. Y también estarán todas las desafortunadas víctimas de la economía que tendrán que exponerse al riesgo para trabajar y cuidar de otros para subsistir.
Muchas catástrofes de la humanidad han representado grandes oportunidades para “mover al mundo”, han representado una puerta de ideas frescas, explosiones de nacimientos y el reconocimiento de los héroes. Las catástrofes han alimentado la esperanza y el cambio para renacer como personas y como sociedad. Solemos compartir la experiencia con júbilo por haber librado la amenaza, se mira al futuro con optimismo y como un nuevo comienzo. En la imagen completa de la catástrofe global, no se puede dejar de lado aquellos que se quedaron en el camino con desesperanza y dolor ante la pérdida, aquellos que contaron con menos fortuna de gozar de los beneficios, de los resultados positivos, o incluso de los derechos universales ante la situación. Contemplar la imagen de la catástrofe con todos sus resultados, a la vez de provocar un trago amargo debido al fracaso, puede simbolizar la potencialidad del renacimiento colectivo como en las épocas doradas de la humanidad.
La adversidad rompe con las costumbres y tradiciones de la vida cotidiana, rompe con la seguridad y la economía; siembra caos, miedo y desesperación contagiosa. Pero, si logramos elevar nuestra creatividad y motivación por vivir, haremos de nuestra inteligencia el bote salvavidas que una vez más nos permitirá superar una adversidad que puso en riesgo nuestra vida.
No nos estamos enfrentando a una amenaza irreal o mágica: estamos ante un reto que demanda lo máximo de nosotros mismos. Quedarse en casa es la forma realista de proteger y colaborar, pero no es esto un llamado a vegetar en la pasividad. Es la invitación a pensar y hacer todo lo que se encuentre en nuestras manos para sobrevivir, para crecer y no caer víctimas del miedo. Quedarse en casa es la oportunidad para plantearse la forma de reconstruir todo lo que ha sido arrebatado. Quedarse en casa una oportunidad para hacer grande el deseo de superarse a uno mismo. Somos humanos y nuestra responsabilidad es mantenernos sanos, buscar lo mejor para la sociedad y nunca dejar de luchar.