Pese a que aún no pasa el peligro del Covid, el mundo entero está enfocado en la reactivación económica, en parte porque a estas alturas, también se trata de un regreso a la normalidad democrática, al haberse situado los pueblos en un estado de restricción de libertades civiles y sociales durante varios meses. El discurso ha cambiado hacia cómo podemos seguir nuestra vida, cuidando nuestra salud, y no en cómo le podemos hacer para seguir encerrados; y es un cambio de discurso global. Es interesante leer los ensayos de algunos filósofos y pensadores, publicados (a las prisas, se entiende) durante las primeras semanas del gran confinamiento. Hay de todo, pero algunos proclamaban diatribas bastante esotéricas sobre el juicio final de todo, y el renacimiento total de la economía y la sociedad. Como siempre, cuando miles de voces anuncian el advenimiento de una nueva era, lo más probable es que no se produzca, al menos en ese momento. Hablando del modo de producción, todo indica que el capitalismo no irá a ningún lado, a pesar de los arrebatos hippies o las crisis de pánico que se observaron al principio de la crisis sanitaria. Como han dicho otros, el capitalismo muestra una enorme resiliencia y capacidad de mutación, que le ha permitido sobrevivir a cambios civilizatorios de gran calado. Así pues, de lo que se empieza a hablar es de un capitalismo postpandemia, que permite asimilar el enorme impacto de este fenómeno viral, sin dejar de observar los nuevos mercados y configuraciones económicas que desde ahora se nos presentan como nuevas realidades.
En lo que respecta a la globalización, entendida como un modelo estructurante de cadenas de suministro global, basado en el libre tránsito de capitales y la restricción al tráfico de personas (que son, a la vez, consumidores y trabajadores), los elementos actuales nos permiten aventurar que sufrirá un cambio radical. Uno de los escenarios más plausibles es su tránsito hacia una regionalización tripartita, donde los países graviten hacia su centro económico más cercano.
Las principales economías del mundo, Estados Unidos, la Unión Europea y China, están presionando a sus socios comerciales más pequeños para aceptar nuevas reglas, que trascienden lo comercial, y se alejan del viejo paradigma neoliberal. Las elecciones en el vecino del norte se decidirán en noviembre, pero por lo pronto el candidato puntero en las encuestas, Joe Biden, se ha comprometido a regresar a su país al acuerdo de París y a sancionar con aranceles a las materias primas de países que incumplan los acuerdos climáticos. Hay casos interesantes, como el de Camboya, a quien se ha retirado la exención arancelaria desde la Unión Europea, por violaciones a las normas internacionales ius cogens dentro de su territorio. Con los países del Mercosur, condicionaron los acuerdos a que los países de la región sudamericana cumplan con los acuerdos climáticos y eviten el maltrato animal. Sin entrar en las motivaciones extra garantistas que tengan esas cláusulas (que pueden ser muy pragmáticas), el hecho es que la nueva globalización consiste de reglas mercantiles acompañadas de reglas domésticas de gobierno. Y eso obligará a los países a ser muy cuidadosos de su política interior. En esta nueva época, ni siquiera desde un punto de vista cínico, el dinero será lo único que importa. La política económica y el Estado de Derecho estarán más alineados que nunca. En principio, no es una mala idea.