Al fondo de tu voz que niega


hay otra voz que afirma

Tus dioses desplazados


se recrean sigilosos


en la realidad invisible.

Homero Aridjis

Los latinoamericanos disponemos de características especiales, quizá sea exagerado nombrar a dichas características “únicas” pero es cierto que contienen formas peculiares, sumamente particulares. La mejor forma de entender a un latinoamericano es en el extranjero, ahí expresa todo su ethos, todo su ser. Ya no hay barreras, ni fronteras de pudor ni temor a escandalizar la ya debilitada cultura hogareña. Superficialmente hablando, somos Edipos acomplejados y la manera en la que nos seducen las madres es con la comida y la música. No importa el nombre ni la raza ni la religión, las mujeres latinas aman con el baile y la comida; son seres escindidos entre el deseo de complacer y el deseo de ser amados, a veces se confunde tanto que resulta en relaciones insostenibles, hombres que solamente quieren ser alimentados con mujeres que solamente se alimentan de las sobras de afecto que el latino deja.

Nada más triste que un latino con el corazón roto, la razón es que nosotros amamos con mayor intensidad, no es que seamos “fáciles” o “enamoradizos” (algunos lo son) pero la mayoría solamente sabe amar como fue enseñado: Con todo su ser. De tal suerte que cada conquista, cada beso, cada orgasmo, es la cercanía de la entrega absoluta. Somos frágiles porque cuando amamos dejamos de ser nosotros mismos y nos arrojamos a este abismo que es la otra, el otro. Cuando somos recibidos con delicadeza, tomamos impulso para seguir viviendo. Cuando somos despreciados la caída duele más porque la gravedad de los latinos es diferente, especialmente cuando estamos enamorados. El cuerpo se siente más ligero y los pasos sospechosamente no anclan nuestros pies a la realidad del mundo. El tiempo parece diluirse y las existencias, los nombres y los cuerpos, comienzan a desvanecerse. Para el latino enamorado no hay verdades sino razones detrás de la pasión. Todo lo sospechamos, dulcemente, porque creemos que hay una conspiración favorable para nosotros. Cuando despertamos al idilio del amor, seguimos confiados en la misma conspiración pero ahora en nuestra contra. “Todo se vino abajo” decimos y apesadumbrados buscamos consuelo en los amigos que, aunque entienden los dolores del corazón, nunca tienen las palabras precisas, quizá una invitación al olvido y a confirmar la hombría con el alcohol o con otras mujeres. “Hay más peces en el mar” y volvemos bestia al que otrora fuera ser amado. No es cuestión de pesca ni de cacería, el latino sabe que volverá a ser atrapado por los efluvios de Cupido y, por lo mismo, está consciente que necesita recargar su energía, aumentar su autoestima y prepararse para la siguiente faena. Tenemos, claramente, una adicción a la violencia autoinflingida.

Los latinos nos agrupamos en familias. Cualquier latino en cualquier latitud del mundo es motivo suficiente para fortalecer una red social que nos lleva del saludo a la amistad y del brindis a la hermandad. Aunque unitarios, difícilmente podemos estar de acuerdo en todo…nuestras expresiones, nuestras historias y la genética terquedad nos impiden llegar al consenso, sin embargo, es posible encontrarnos con los otros, con las otras y amarnos mientras no se toquen ciertos temas donde la discrepancia es incendiaria. Nuestro pasaporte es la sonrisa, quienes escuchan el nombre de nuestro país de origen tienden a reaccionar con una plenitud en el rostro que debería enorgullecernos, tristemente a veces y aunque es una minoría, hay quien todavía se avergüenza de llevar la sangre de América Latina. No hay que culpar a las nuevas generaciones de todo…ya que las nuevas generaciones llevan siendo las mismas desde hace más de 50 años. Los latinos dejamos todo al pasado, cargamos a los ancestros con todas las culpas, como si los chivos expiatorios tuvieran que ser muy viejos o muy jóvenes para que sirvan de manera eficiente y provoquen la situación de las generaciones intermedias. Nada mejor que culpar a otros para satisfacer la cuota de tranquilidad de los latinos, nada queremos que sea nuestro salvo lo glorioso y aquello que nos acecha, como sombra del error, es tachado de imperialista o de influencia extranjera o encontramos un escollo en nuestra historia y lo justificamos como si no fuese nuestro espíritu el que legitima lo atroz. Nuestra conciencia es ligera o no podríamos enamorarnos de la manera en que lo hacemos, si tuviéramos la cabeza puesta en el fracaso, consecuentemente fracasaríamos. Gozamos de la desventura porque no la consideramos nuestra. Los fracasos románticos son errores de percepción y los ataques de género, los abusos contra la mujer, son acotados como meros asuntos culturales “irresolubles”. Con la frase arquetípica de “Así somos” parecemos justificar y aclarar cualquier duda y cualquier equívoco.

Hay otra frase con la que enfrentamos el capricho del destino: “No le hace”, es decir “No importa”. Si algo se rompió pues “no le hace” al fin que siempre se puede reparar o comprar otro o de plano nunca me había gustado y estaba, secretamente, esperando la oportunidad de la destrucción. Mi esposa se fue con otro pues, “no le hace”, al fin y al cabo ya no éramos felices y pues ya también estaba saliendo con otra. Nuestra noción del destino es tan estoica como “kármica”, creemos en el equilibrio del Universo y aceptamos que existe una fuerza que organiza dichas venganzas. No podríamos hablar de justicia porque sería absurdo. No hay en los latinos noción de justicia, queremos venganza, sangre, porque si al amar lo hacemos entregándonos completamente, al sufrir también sufrimos completos, no en partes ni por pedazos, todo nuestro ser resiente lo que nos duele; llegamos al extremo de dejarnos interpelar por el dolor de nuestros seres queridos. Las afrentas latinas nunca son personales, ofender a una persona es ofender a una comunidad solidaria que, aunque no comparta las características del ofendido, se asumirá como uno más y se meterá a defender hasta al que no quiere ser defendido.

El latino es un héroe trágico, derrotado desde el inicio, no deja de luchar. Si se le acaba el poder, usará la palabra, si se acaba intentará retomar el poder para que su palabra vuelva a ser escuchada. Un latino nunca gana una pelea o una discusión, la vence, que es diferente. Somos aficionados a las causas perdidas, aquellas que todos ignoran porque son insostenibles, son nuestra fascinación argumentativa. Nuestro pan de cada día es caminar en el margen del mundo. A ratos tercermundistas, a ratos mesías de los palestinos, después del pueblo saharaui, a ratos consumidores de productos norteamericanos, no tenemos ni conocemos los límites morales que nos pueden dar la congruencia necesaria para luchar y, posiblemente ganar, la lid contra los molinos de viento. Aceptamos los gobiernos que sean, peleamos contra ellos, aceptamos el soborno y criticamos la guerra contra las drogas. Hay una naturalidad, casi armoniosa cuando se trata de la juventud latinoamericana, casi como si fuéramos la mismo voz repitiendo las mismas palabras. Todo joven latino es un profeta gritando en el desierto y aunque el resto de los jóvenes lo escucha, el mundo no parece prestarle atención. Cruel la ironía de tener la reflexión, la voz y un pueblo sordo…el complejo de Casandra yace en todo joven latino que quiere transformar y revolucionar el mundo y casi con la misma pasión es ignorado y humillado.

El espíritu celebrativo de los latinos es equiparado al de otros entusiastas de negar la realidad. Hacemos fiestas, al estilo Bukowski: por si las cosas salen bien, por si salen mal o para que salga algo. Todo es excusa para perder tiempo en compañía de los amigos y desconocidos. El horror a la soledad, a escuchar nuestra propia voz recorriendo nuestra mente y revelando verdades hondas del espíritu. Hay una vanidad poco natural que es muy latina, la presunción en la comparación. Desde la pobreza más extrema hasta la riqueza más grotesca, la comparación no deja de ser un punto de reafirmar el poder frente al otro. La belleza actúa acaso como un punto de inicio para saberme superior al resto pero hay otros elementos que tienen que ver con la terquedad, la soledad y la evidente falta de amor propio. No solamente somos lo que tenemos sino lo que creemos merecer tener.