Esta semana, resulta inevitable el tema de la visita de Donald Trump a México. También es obligatorio no caer en lo que ya la mayoría de los analistas han tratado: que si fue un error invitar a los candidatos estadounidenses, que la dignidad mexicana perdida, que qué gano México con la visita del Nerón neoyorquino, seguido de un largo etcétera.

El tema de Trump da para mucho más que la diatriba cómoda de los activistas de sillón. De hecho, esos activistas son, en sí mismos, un mejor tema, porque revelan la pobreza intelectual y de miras de nuestro nacionalismo de temporada.

Y pondré dos ejemplos en las antípodas: el del cineasta Alejandro González Iñárritu y el del político comentarista Gerardo Fernández Noroña. El laureado director de cine escribió una columna en el diario El País donde sostiene que la invitación del presidente Enrique Peña Nieto a Donald Trump es una traición, porque, en su opinión, implica avalar y oficializar a quien ha insultado, escupido y amenazado  a los mexicanos por más de un año ante el mundo entero. González Iñárritu sostiene que la conducta presidencial carece de dignidad y fortalece así una campaña política de odio hacia los mexicanos, hacia media humanidad y hacia las minorías más vulnerables del planeta.

Por su parte, Gerardo Fernández Noroña tiene participaciones multimedia de altísima audiencia en SDPnoticias.com. Al comentar el noticiero de Denise Maerker del miércoles, junto con la politóloga Ivabelle Arroyo, el político de izquierda soltó una invectiva contra «los bobos» que consideran que Estados Unidos tiene el derecho de poner un muro en su frontera, que el construir ese muro «es un acto racista, clasista e infame», porque somos un solo mundo y que es una conducta ilegal. Una versión resumida de su argumento puede verse en su videocolumna del jueves.

En este espacio, hasta el cansancio, he criticado las propuestas de Trump, pero me extraña que un artista avecindado en Estados Unidos y un político profesional caigan en discursos ilusos, que confunden deseos con realidades. Empecemos con lo obvio: la visión del «Loco Trump» no es una extravagancia, sino que representa a una porción muy importante del electorado estadounidense y de la idea del mundo que prevalece en el país vecino. Ni siquiera es un planteamiento original: hace 14 años, el académico Samuel P. Huntington publicó Quienes somos: los desafíos a la identidad nacional estadounidense (Who Are We: The Challenges to America's National Identity), un libraco en el que claramente establece como amenaza a la identidad estadounidense a la inmigración de los mexicanos y latinoamericanos hispanoparlantes (y católicos).

Huntington no es un ignorante iletrado como Trump, sino un prominente profesor de la Universidad de Harvard y asesor presidencial de Carter en temas de Seguridad Nacional. Por tanto, resulta un error reducir las propuestas de Trump a las ocurrencias de un timbón frustrado, con complejo de inferioridad e indocto: el candidato republicano tiene muchos seguidores porque sus planteamientos coinciden con el racismo WASP de casi la mitad de la población de su país.

No obstante, saber un poco (solo un poco) de Derecho Internacional les haría bien tanto a Alejandro González Iñárritu como a Gerardo Fernández Noroña: no es inaudito que se invite a un candidato presidencial, ni tampoco es de bobos respetar las decisiones de política migratoria de cada país. De hecho, existe una parte inconfesada de la irritación nacional con el muro y radica en la posición (no llevada a lo consciente) de que la pobreza mexicana legitima internarse a la fuerza en Estados Unidos: esa posición no se distingue del «derecho» a no pagar impuestos, a tomar pozos petroleros, a bloquear carreteras y calles porque no se quiere realizar evaluaciones docentes y un largo etcétera que revela el iusnaturalismo convenenciero de los mexicanos, mismo que se resume en la frase «la ley es justa solo cuando me acomoda».

Algo que los mexicanos no queremos reconocer es que los muros fronterizos totales dificultan las actividades ilícitas: la paradoja radica en que a todos nos preocupa la inseguridad, pero a muchos les resulta cómodo comprar artículos de contrabando o asumir que se puede vivir en Estados Unidos sin el consentimiento de ese país. Eso no significa dejar de condenar las políticas fascistas de Trump que pretenden expulsar familias enteras y suprimir los derechos de los ya nacidos en territorio estadounidense, no obstante, el debate mexicano mayoritario es por el maldito muro, no por las otras iniciativas del candidato republicano.

Al artista y al político habría que preguntarles: ¿cuál es el camino, en política real, para obligar a Estados Unidos a que no construya un muro fronterizo? Dejemos de confundir los anhelos del masiosare con el realismo de nuestra posición global: mientras no desarrollemos tecnología propia, nos seguirán humillando como Nación. Si no se resuelve ese punto, lo demás es pura demagogia chaira