En momentos de crisis como los que vivimos por la epidemia de coronavirus, cuando con cada decisión que se toma se corre el riesgo de generar problemas mayores a los que se quiere resolver, los líderes de ejércitos, los dirigentes de movimientos, de revoluciones o de países, están obligados a preguntarse si estarán equivocados, si la opción u opciones elegidas han sido las apropiadas para enfrentar la circunstancia y si le permitirán llegar al objetivo que se habían planteado.
La reflexión la han hecho grandes estrategas militares y dirigentes políticos a lo largo de la historia, y la respuesta que ellos mismos se han dado a esa interrogante, cualquiera que sea el sentido, termina por marcarlos y marcar su paso por la historia. Winston Churchill, el primer ministro de Gran Bretaña durante la segunda guerra mundial, mientras las tropas de su país estaban arrinconadas en Dunkerque, fue partidario de negociar con Hitler. Pero la propia crisis en ascenso y la presión de esa circunstancia sobre sus hombros, lo hizo cambiar de opinión, con lo cual evitó que su país se convirtiera en vasallo de la Alemania Nazi.
El estadista, rubricó su decisión de cambiar de opinión con una frase: “un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema". Hoy esas palabras adquieren relevancia, porque el mundo no puede ser visto como lo veíamos en diciembre o en enero pasados. La pandemia de Covid19 ha venido a trastocar la relación entre los países, entre las familias e incluso, entre las personas. Necesitamos adaptarnos a la nueva realidad y hacerlo implica salir de la comodidad de las ideas preconcebidas, de las rutas inamovibles.
El presidente Andrés Manuel López Obrador asumió la presidencia el 1 de diciembre de 2018 con una agenda que contempló desde un principio, no un cambio de sexenio, sino de régimen. Con el paso de las semanas y los meses, los mexicanos hemos visto que la orientación de la llamada “cuarta transformación” es fundamentalmente ideológica y plantea posiciones populistas fincadas en el centralismo y en la concentración del poder absoluto en torno a la figura presidencial.
La agenda política de este gobierno pasa por apropiarse de los órganos autónomos del Estado, entre ellos los órganos reguladores de telecomunicaciones, de petróleo y energía, así como de derechos humanos, que ya controla, y el Instituto Nacional Electoral (INE), que mantiene bajo permanente asedio. La agenda económica, por su parte, es una copia fiel del “socialismo del nuevo siglo” venezolano, con una serie de programas sociales creados con el pretexto de distribuir mejor la riqueza, para fidelizar clientelas electorales que les garanticen votos en las próximas elecciones.
En este escenario se presenta la epidemia de coronavirus, y aunque la mayoría de los países dimensionaron rápidamente la magnitud de los efectos que va a generar en materia de salud y de crisis económica, el presidente López Obrador está tardando en decirnos lo que está dispuesto a hacer su gobierno más allá de tratar de proteger su imagen y beneficiar a sus potenciales votantes.
Lo del presidente no es “ceguera de taller”, porque nadie en su sano juicio puede parecer ajeno ante lo extraordinario que se nos está viniendo encima en forma de virus y de amenaza de depresión económica mundial. En personalidades egocéntricas como la de nuestro presidente, se trata de dos problemas que alguien le debería pedir que revisara: por un lado, su obcecación. Es un dirigente empeñado en pasar a la historia, al que no le gusta que nadie, ni siquiera la realidad, lo saque de la agenda que se ha planteado para alcanzar su propósito. Por el otro lado, la falta a su alrededor de personalidades con dignidad que sean capaces de decirle que ha llegado la hora de atender la realidad, o de sucumbir ante ella.
No solo no hay autocrítica, por si fuera poco, López Obrador se ha vuelto complaciente con la adulación de personajes como Jonh Ackerman, Irma Sandoval, Gibrán Ramírez, Abraham Mendienta y el propio responsable de dirigir el ataque a la pandemia, el doctor Hugo López Gatell, quien ha abdicado a su responsabilidad legal y de consejero científico, para hacer un triste papel como primer escudero del habitante de Palacio Nacional.
Lo más prudente es que Andrés Manuel tenga ese momento de reflexión que tuvo Churchill y que no tuvieron otros dirigentes que se sentían superiores a la humanidad, como Napoleón Bonaparte. El país no se va a salvar de la debacle económica repartiendo prebendas a través de programas sociales, sino generando riqueza y esa sólo puede hacerse a través de la inversión privada y el gasto público responsable, que pasa por dejar de gastar en sus proyectos estelares que ahora frente a la realidad, resultan inviables. O se sigue financiando el tren maya, el aeropuerto y la refinería, o se pagan compromisos crediticios internacionales. No hauy disyuntiva, señor presidente, aunque pagar sea demasiado “neoliberal”.
El mundo ha cambiado. El gobierno recaudará entre 30 y 40 por ciento menos de lo esperado como resultado de la caída en los precios internacionales del petróleo. El dólar y la recesión presionan los niveles de inflación, impulsan el aumento de precios y amenazan con incrementar exponencialmente los niveles de pobreza. Las calificadoras juzgan implacables al país y eso, aunque sea herencia “conservadora”, cuenta a ojos de los inversionistas. No hay de otra: López Obrador tiene forzosamente que cambiar y dejar de recetarnos la misma medicina populista como si el coronavirus no estuviera propiciando los estragos que está causando en el planeta. Insistir en su ruta es caminar al despeñadero.
No se trata de que salga a decir, como Groucho Marx, “Estos son mis principios, y si no les gusta, tengo estos otros”, sino de adaptar su modelo de “transformación” a una vía que dé certidumbre al momento, en donde se privilegie la responsabilidad económica antes que un objetivo electoral. Las ideas deben ser un impulso, no una camisa de fuerza. Hay que encontrar vías más efectivas que el modelo venezolano para hacerle justicia a los pobres, sin llevar a la ruina a las empresas y al país.