Aunque faltan muchos meses para que la autoridad electoral empiece sus trabajos, es innegable que el proceso electoral del 2021 arrancó esta semana y lo hizo no en los mejores términos ni con los más buenos augurios. Todo lo contrario. Hay en el ambiente político nubarrones que presagian tormentas cuando lo que se necesita en estos tiempos es certidumbre y estabilidad.

No podemos olvidar que, durante muchos años, las elecciones fueron sinónimo de conflicto. El gobierno se apertrechaba en el poder, intimidaba o coptaba a los disidentes y disponía del presupuesto para hacer ganar sus candidatos. Si le faltaban votos, recurría a prácticas más autoritarias, como el robo de urnas, la compra de representantes en las mesas receptoras o la manipulación de resultados. El gobierno entonces, funcionaba como una maquinaria que todo el tiempo estaba dedicada a un solo objetivo: ganar la siguiente elección.

Por eso, durante muchos años, la exigencia de la oposición fue que la competencia electoral tuviera reglas claras para todos los actores, empezando por un árbitro que hiciera su función de manera imparcial. La creación del Instituto Nacional Electoral (INE) hace 30 años, fue el principio de un gran esfuerzo colectivo por desterrar una época en la que México era visto en el mundo como una “dictadura perfecta.

La democracia, que es también como un virus, poco a poco fue extendiéndose y se fueron generalizando sus valores, en la sociedad y en las instituciones. No es que llegamos a ella, en 1988 con Cuauhtémoc Cárdenas o en 2000 con Vicente Fox y entonces todo cambió para siempre. La democracia no funciona como objetivo o meta, porque su naturaleza es humana y por tanto dinámica. Hay que actualizarla, vigorizarla y adaptarla a la circunstancia de todos los días, pero respetando siempre sus principios.

Lo que si ocurrió de manera clara y contundente, fue que la movilización social terminó por acotar cada vez más al poder respecto a sus pretensiones políticas. Los partidos empezaron competir por el poder sin tutela, y el presidente Ernesto Zedillo pasó a la historia por dejar de “palomear” las listas de candidatos e imponer una sana distancia con el PRI, que a la postre, fue decisiva para el sistema reconociera el primer triunfo opositor en el poder Ejecutivo federal.

Después de Zedillo, ni Fox ni Calderón ni Peña Nieto pudieron operar a sus anchas para imponer sucesor o para garantizar mayorías legislativas, como se acostumbraba en la época del viejo PRI. Hay dudas respecto del guanajuatense, por aquella polémica elección de 2006, pero incluso si se diera por cierto la versión de que aquel año se le robó la presidencia a Andrés Manuel López Obrador, es evidente que no se hizo a partir de una operación de Estado, con recursos multimillonarios, ni de robo de urnas o intimidación de opositores, como se acostumbraba en épocas previas.

Sin embargo, en vísperas del 2021 nos encontramos en una situación regresiva que puede llevarnos a reeditar situaciones de crispación política que habíamos superado. Los mexicanos hemos visto esta semana que el presidente Andrés Manuel López Obrador ha reivindicado su liderazgo político y está decidido a ser parte del debate electoral cuando su función debería ser de observador, ni siquiera de árbitro, que para eso está el INE.

Las declaraciones de los últimos días forman parte de la decisión tomada por el tabasqueño de insertarse en la contienda a través de querer hacer que la elección del 2021 sea un referéndum de su proyecto. Cuando afirma que son tiempos de definiciones, que sólo hay de dos sopas, o se está a favor o se está en contra de la “transformación”; cuando dice que no debería haber más de dos partidos, el de los liberales y el de los conservadores, es porque se asume como la cabeza de uno de ellos y está dispuesto a revolcarse para defenderlo, en la disputa electoral que viene.

En 2018, López Obrador arremetía en campaña contra las reformas estructurales logradas el sexenio pasado, y Peña Nieto no salió a defenderlas pese a que pudo haber tenido argumentos de sobra para hacerlo. No ocurrió porque el mexiquense haya actuado como un demócrata, en realidad fue porque se dio por derrotado de manera anticipada y se dedicó a negociar la libertad de él y la de los suyos. Haber salido a defender a su gobierno hubiera sido visto como inequidad en la competencia.

Sin embargo, la pregunta no es si tiene el presidente derecho a defender su proyecto, como el derecho de réplica que constantemente ejerce López Obrador para cuestionar a quienes lo critican. El verdadero dilema es qué queremos: un mandatario dedicado a descalificar a la oposición, que atraiga los reflectores de la contienda sin ser candidato, que lleve de la mano mediática a los ciudadanos a depositar el voto, o un presidente capaz de aceptar que en la democracia no se gana (ni se pierde) para siempre.

Lo evidente es que el presidente ha decidido tomar la peor ruta para mantenerse en el poder, la de los gobernantes autoritarios que creen que sus propuestas le hacen bien a la sociedad y que la merecemos, incluso en contra de nuestra voluntad. Por eso está otra vez en campaña, y opta por confrontar, por polarizar, por exigir definiciones para asegurar lealtades. Por intimidar a la oposición que tiene todo el derecho a unirse en un bloque para vencerlo. A diferencia de Gregorio Samsa, López Obrador eligió su metamorfósis; de un aspirante a demócrata, decidió pasar a ser la representación del autoritarismo y la antidemocracia que combatió cuando fue opositor.